UNA VISITA se trata sobre todo de la espera; una larga espera. En realidad, es como una obra de teatro que se compone de tres actos: antes, durante y después. Antes, dos actores se preparan para el encuentro, la comunicación es limitada, cada palabra se elige cuidadosamente y se evitan todos los temas que podrían dar la oportunidad a la administración penitenciaria de anular la visita. De lado y lado del océano, cada uno hace lo que tiene que hacer: el recluso intenta evitar cometer un error y el visitante organiza su viaje.
Si bien ya me encuentro en el continente americano, aún no estoy segura de que la visita se llevará a cabo. De hecho, solo podré estarlo hasta el último minuto.
Con una maleta liviana, emprendo el viaje en bus, un viaje que me tomará ocho horas; un momento de tranquilidad en el que me preparo para afrontar el universo glacial de la prisión.
Durante ese tiempo, muchas preguntas me vienen a la cabeza: en caso de que la visita sea posible, ¿me harán esperar mucho tiempo? ¿Cómo serán los guardias?, ¿el locutorio? ¿Cuánto tiempo dura la visita? ¿Podremos hablar tranquilamente? o ¿tendremos que gritar para escucharnos? Intento disfrutar del paisaje para calmar la angustia subyacente que precede una visita a la prisión; trato de mirar los árboles, las montañas y los ciervos que se pasean. El estrés de mañana será más que suficiente.
Sábado 29 de abril: tan pronto como me levanto, me empieza a invadir la ansiedad. El único taxi que puede llevarme, me recogerá a las 7 de la mañana. La prisión no está muy lejos, como máximo a 15 minutos, así que tendré que esperar 45 minutos en la prisión antes de que empiecen las visitas. Desafortunadamente, el chofer llegó más temprano de lo esperado; parece un hombre alegre. Tomamos una pequeña ruta en medio de un denso bosque y unos cien metros después de pasar por el frente de la prisión estatal, llegamos a la entrada de la prisión federal. El chofer me dice “Welcome to the Olympic Village” (Bienvenida a la villa olímpica). No son ni siquiera las siete y cuarto cuando me bajo del coche.
Empieza el segundo acto: el “Durante”. Aunque esté sola en el estacionamiento de la prisión y aunque no haya ningún movimiento a mi alrededor, siento varios pares de ojos invisibles que me observan. Siento que soy vista sin ver; vista antes de ver. Es una sensación recurrente a la que no logro acostumbrarme, una sensación molesta que me hace sentir incómoda.
Entro en la prisión pero, como me lo esperaba, me hacen salir, puesto que es prohibido esperar en el establecimiento a que llegue la hora oficial de las visitas.
Salgo del perímetro de la prisión y me siento en el bosque: observo los coches que entran y salen, el cambio de personal; escucho las detonaciones de armas de fuego en los campos de tiro junto a la prisión, las órdenes que los guardias gritan a los reclusos y que son amplificadas por los altoparlantes. Sigo esperando…
“¿Será posible realizar mi visita?”¶
Cuando llega la hora, regreso a la entrada de la prisión. Estoy confinada en una especie de recibidor, al que rápidamente llegan otros visitantes; la mayoría son mujeres, pero también hay algunos hombres y niños. Una mujer me pasa por delante, lo que no me molesta porque parece conocer el lugar y yo podré hacer lo mismo que ella. Un guardia asoma la cabeza por la puerta y pregunta si todos venimos por la visita a la prisión federal, ya que a menudo hay confusiones con la prisión estatal. Todos hemos rellenado el formulario de solicitud de visita; todos esperamos. Las conversaciones comienzan: comentarios sobre el guardia, al que todos califican unánimemente de “asshole” (cabrón). Le encanta atormentar a las mujeres por su vestimenta; nada le parece bien: el pantalón demasiado apretado o no lo suficiente, el escote demasiado pronunciado, la blusa muy corta. Todo es una buena excusa para hacer que este momento sea aún más difícil de lo que ya es. En ese instante, me doy cuenta de que olvidé llevar ropa para cambiarme en caso de que los guardias no acepten lo que llevo puesto.
Hay algunas declaraciones demoledoras —“es la última vez que visito a mi esposo. Ya estoy harta de los viajes tan largos”—, discusiones entre madres e hijos, y momentos de angustia cuando una mujer se da cuenta de que ha olvidado sus documentos de identidad y que, por lo tanto, no podrá ingresar.
Todos se ayudan entre sí, todos se interesan por los demás, la solidaridad se expresa en una asombrosa algarabía que intenta ocultar la ansiedad que refleja cada mirada: “¿Será posible realizar mi visita?”
Miro rápidamente la sala en la que se llevan a cabo los controles de seguridad; en la pared, veo una foto de Donald Trump y me digo que el retrato ya no es el mismo de la última vez, lo que no tiene ningún interés pero me permite pensar en otra cosa y olvidar la tensión palpable.
Por fin se abren las puertas del recibidor. El guardia anuncia que entraremos de tres en tres. Le doy mi pasaporte y mi formulario de visita, relleno el registro, pido un casillero para mi cartera y firmo. Me quito los zapatos y las gafas y los pongo, junto con las llaves del casillero y mi cartera llena de “quarters” (monedas), en la cinta transportadora. Una vez que he cruzado la puerta de seguridad, me pongo los zapatos y las gafas. Ayudo a un niño a ponerse los zapatos, mientras el guardia se dirige a nuestro pequeño grupo de cuatro mujeres y dos niños. El guardia nos pone un tatuaje legible bajo los rayos ultravioleta en la mano derecha. En estos momentos, lo único que podemos saber con certeza es que mañana el tatuaje irá en la mano izquierda.