Querida Laurence,
Esta vez soy yo quien debe disculparse por la demora en responderte. Me alegra saber que aprecias el valor y la intensidad de lo que escribo. Y no tienes de qué preocuparte, las preguntas que me haces, así como las observaciones que expones, no son en absoluto invasivas. Al contrario, me parecen auténticas. Y por eso, paso directamente a responder a tus preguntas. Para empezar, quiero intentar explicarte qué es para mí la «esperanza». No, no no he considerado la autorización para pasar las Navidades con mi familia como un inicio de apertura hacia otras medidas más humanas, porque mi condición de condenado a cadena perpetua irreducible (ergastolo ostativo) no me permite ningún beneficio. Dicho esto, puedo afirmar que ni siquiera puedo ofrecerte un concepto filosófico de la esperanza.
Por consiguiente, pienso en todo aquello que se me permite hacer, esperando poder llevarlo a cabo. Y no puedo negar que me aterra la indeterminación con la que se plantea mi futuro. Sin embargo, estoy convencido de que un hombre sin esperanza es un hombre que no puede pensar.
Mantengo pues que la prisión representa la frontera última entre la desesperanza y los dramas humanos de los que reniega la sociedad, porque no sabe resolverlos o, si lo sabe, no quiere resolverlos. Debes saber que, al principio de estar encarcelado, todo me desmotivaba, me desorientaba. En prisión, basta lo más nimio para extraviarse. En un breve instante, el sentido de la vida y el valor de la dignidad personal ceden el paso a la pérdida de confianza y a la desesperación. Sin embargo, yo no. No he dejado que el tiempo en prisión me devore, porque siempre he creído que la ausencia de esperanza y el saber que vas a morir en la cárcel son el doloroso origen de nuestro deterioro y del envejecimiento de nuestras emociones.
Así que reaccioné de inmediato, para demostrar el fracaso del Estado italiano y la flaqueza de sus leyes. Porque la justicia, el acto enjuiciable, el juicio en sí, la detención, la prisión, la condena y la rehabilitación no son conceptos abstractos, sino extremadamente concretos. Y, sobre todo, porque justicia y prisión tienen una definición en el norte de Europa… y otra muy diferente en Italia.
Considero que el Estado solo gana cuando no se vuelve peor que aquel que ha errado, cuando no utiliza la lógica criminal que no deja de ser la ley del Talión. Castigar con la cadena perpetua irreducible no equivale a hacer justicia, sino que tan solo consigue incrementar el sufrimiento que el condenado ya ha soportado. No se puede educar en la legalidad mediante la coacción y la prisión perpetua, tampoco mediante el chantaje que le obliga a uno a cooperar con la justicia para que otra persona ocupe su lugar en la cárcel.
La ergastolo ostativo es la pena en la que acaba el Derecho y comienza la arbitrariedad, el castigo justificado por el error. En un país civilizado, sin lugar a dudas una pena debe ser proporcionada y que tenga un límite temporal debe ser el objetivo principal de un Estado de derecho. Una pena debe cumplir una función de disuasión, pero también una función de reinserción en la sociedad. Una pena digna es el reflejo de una sociedad digna. Una pena que tiene como fin la reeducación es el resultado de una sociedad empática, que considera que cada individuo es un ciudadano que puede beneficiarse de la totalidad de sus derechos.
Estudiar, escribir, la cultura, todo me ha llevado a ver la prisión y la condena como una oportunidad de reflexión, de crecimiento ético e intelectual, de esperanza, sí, realmente de esperanza. Al contrario, si no reaccionas así, la prisión tan solo será un pequeño espacio oscuro, un lugar frío de soledad en el sufrimiento.
La esperanza te hace sentir vivo, vivo por dentro, y yo he decidido recuperar mi connotación humana. Ocurra lo que ocurra he decidido vivir la vida con la cabeza bien alta, alcanzar la dignidad y credibilidad suficiente para señalar este fracaso de la justicia italiana que es la cadena perpetua irreduccible.
También quería demostrarme a mí mismo y demostrar a los demás, que soy un hombre en línea con la naturaleza humana, un hombre transformado, mejor, ya no soy un criminal, sino alguien que representa un cambio, un ejemplo, una persona mejor, capaz de adaptarse incluso a las peores condiciones de encarcelamiento.
Me pides que te cuente cómo es un día aquí. Bien, cada día, lucho contra cualquier posibilidad de derrumbarme. Saco fuerza de mi propia resistencia para poder continuar viviendo. Busco mantener mi ánimo lo más alto posible, quiero superar con dignidad y valentía esta tortura sin huellas aparentes, porque aquí, en la «fortaleza de cemento», para una persona condenada a la ergastolo ostativo, la vida pasa sin emociones, apática y fría. Y cuando llegas al punto en el que ya no cumples conscientemente una condena sino que tan solo la padeces, ya no hay reeducación, no hay reparación; solo tortura, enfermedad y violación de la dignidad.
En cualquier caso, intento aferrarme a mi inoxidable temperamento y mantener esta agudeza mental que me ha permitido durante todos estos años, día tras día, afrontar la realidad con una sonrisa, aunque fuese una sonrisa triste. Me afano para “seguir con vida” y, visto que soy un inconformista, mis días transcurren bien en leer y escribir, bien en proponerles asesoramiento jurídico a mis compañeros. Estudio nuevos argumentos que me harán capaz de aportar testimonios sobre la grandeza de «ser diferente», en un contexto estático, inmerso en una eternidad de minutos, horas, días, meses, años y décadas repetitivas.
¿Cómo se puede no ver, no querer ver, a las familias devastadas? Esta ceguera es la que continúa legitimando las decisiones judiciales absurdas. Y después, en los congresos, siguen declarando, por medio de discursos hipócritas, contradictorios, para la galería, que la “condena debe tender a la reeducación del detenido”. Pero en absoluto tienen en cuenta el abismo que estas mismas personas abren entre los que siguen queriéndose, superando distancias imposibles de salvar, solo con la intensidad de sus sentimientos.
Suele decirse que una prisión es el espejo del estado de salud de la democracia de un país. Entonces, la democracia italiana está muy enferma.
Hay que conseguir superar la idea de que quien comete un error debe pagarlo. Nadie paga nada cuando cumple una pena que no tiene fin. Nadie paga nada perdiendo su dignidad.
Un Estado que permite estas condiciones inhumanas, que no valora el cambio está destinado, en mi opinión, a aislarse, a consumirse a la luz de sus prejuicios y de su apatía. Un país como Italia, que castiga sin rehabilitación posible, es un país que ha fallado en su propia misión.
En estos días, he tenido la ocasión de reflexionar, una vez más, sobre la palabra “tiempo”, sobre lo que significa para mí esta «secuencia ininterrumpida de instantes» y sobre lo que significa para grandes filósofos como Séneca, Aristóteles o San Agustín.
La importancia de nuestro tiempo en esta tierra “enciende” algo en mí, me despierta de cierto letargo, porque incluso en las peores circunstancias, en lugares olvidados por Dios, como es la prisión, es posible dar gracias a la vida porque en el momento en el que un alma cobra vida, cobra consciencia, aunque sea solo durante un pequeño instante, el universo se colma de Bondad.
Algo que me satisface, es precisamente mi voluntad de querer vivir al máximo, aunque pueda resultar doloroso, este tiempo que me queda y me ha sido robado, y aún así, soy capaz de aferrarme a él, darle un significado, y lograr definirlo como vida.
Así es, querida Laurence, si alguien te preguntara qué es la LIBERTAD, te propongo que le contestes, sin intención de ser presuntuoso, con alguna de mis líneas, que le hables de mí y de mi tiempo, de ese eco que lleva veintinueve interminables años repitiéndose en mi cabeza. Porque solo la capacidad de percibir hasta el más mínimo instante como un momento valioso hace que no haya ni un solo segundo en mi vida que esté vacío o perdido para siempre.
No, no estoy loco. Todo va bien. Solo tengo que aguantar hasta que mi castigo llegue a su fin, aunque desgraciadamente nadie, tampoco yo, sepa cuándo ocurrirá.
Y ahora, responderé específicamente a tus preguntas. Sí, aún estudio. Me matriculé en la Facultad de Letras, en la carrera de Psicología. Una apuesta conmigo mismo, porque, como bien sabes, hasta el momento, mis estudios universitarios han estado centrados en el Derecho.
Mi celda mide unos 23 metros cuadrados. Diría que es un lugar muy digno. Ahí estamos tres. Por la mañana me levanto a las 6. Cada día a las 8:30 tengo derecho a pasear por el patio. Normalmente, corro durante una hora y hago algunos ejercicios. Vuelvo a mi celda a las 9:45 y, después de una buena ducha, me pongo a trabajar. Al mediodía, sobre las 13:30, entreno durante una hora en el gimnasio de la prisión y después vuelvo al trabajo. Tenemos una televisión en la celda y podemos ver lo que queramos, cualquier programa, sin restricciones. En mi sección, hay una biblioteca a la que van otros presos a leer. Personalmente, prefiero leer en mi celda los libros que me envían por correo.
Con respecto a ese diario de abordo que me sugieres llevar, solo puedo decirte que, paradójicamente, no tengo tiempo para escribirlo. El teatro, el estudio, la lectura o, incluso la escritura, ocupan todo mi tiempo.
Cuando hablo de la prisión como un mundo arcaico, me refiero a las reglas que debemos seguir aquí dentro, a los límites que nos imponen. Tengo la impresión de que hemos retrocedido un siglo en el tiempo. Todo se hace mediante peticiones. Nada nos está permitido.
Pero también me refiero al lugar. La mayor parte de las cárceles en Italia son viejas y obsoletas. Son estructuras que pisotean la dignidad humana. Hay muy pocas cárceles de nueva construcción o que hayan sido renovadas últimamente.
Y aquí me detengo. Espero haber sido capaz de sumergirte en mi vida, de llevarte a mi celda y que así, los lectores de mi testimonio puedan hacerse una idea de lo que es la ergastolo ostativo, la cadena perpetua irreducible
Marcello
— Publicado el 13 noviembre 2017.¶