Con un grupo de casi doscientas personas, dirigido por traficantes de migrantes (coyotes), intentamos entrar en Irán por el sur de Afganistán, en la provincia de Nimroz. Nos detuvieron en la frontera y tuvimos que desviarnos por una zona desértica de Pakistán. Dependíamos completamente de los coyotes, que cada vez nos exigían más dinero. En Pakistán, nos detuvo la policía. La única solución para evitar la prisión era ¡pagar!
Por fin logramos llegar a Irán. Nos tomó casi una semana recorrer el país en bus, en camión y, a veces, a pie. Un poco antes de llegar a Teherán, nos detuvieron unos policías iraníes, que también nos extorsionaron. De nuevo, tuvimos que comprar nuestra libertad. De las conversaciones telefónicas que pude escuchar, estoy casi seguro de que los coyotes estaban aliados con los policías, y se compartían nuestro dinero.
Pasamos sin problema por Turquía. Durante nuestro viaje al este del país, nos detuvieron unos policías, que esta vez nos dejaron ir sin pedir nada a cambio. Por fin llegamos a Estambul y, luego, a la costa mediterránea. Allí, durante cincuenta días, intentamos embarcar de manera clandestina hacia Grecia en varias ocasiones. Siempre fallábamos, ya fuera por las condiciones meteorológicas o por los guardacostas turcos. Pensé que no lo lograríamos jamás. Pero un día, a las cuatro de la mañana, nos subimos a una patera, prevista para cuarenta personas… Éramos más de setenta a bordo: afganos, iraquíes, sirios, hombres, mujeres y muchos niños.
Tras seis horas de navegación, las olas comenzaron a levantarse y la niebla a espesar; tenía mucho miedo de morir ahogado.
Tuvimos la inmensa suerte de cruzar un barco pesquero, en el que pudimos subir a bordo. Los pescadores avisaron a los guardacostas griegos, que nos escoltaron hasta una zona de amarre.