En Burkina Faso, el primero que denuncia tiene la razón. Allí encarcelan a las personas sin ni siquiera llevar a cabo una investigación; la presunción de inocencia no existe. La persona privada de libertad es la que tiene que probar su inocencia, lo que de por si no es nada fácil. Y si a esto se suma la identidad de género y la orientación sexual, la tarea se vuelve casi imposible. Las fuerzas del orden humillan a las personas públicamente. A una mujer transgénero que conozco la llevaron al patio de la comisaría y la expusieron como mono de feria. Las personas pasaban y le tomaban fotos.
Es difícil acceder a la información y no es posible llamar a alguien para pedir ayuda.
A veces, hay que encontrar una solución “amigable” para salir. A menudo, las personas inocentes se declaran culpables para que las dejen ir y, en ocasiones, tienen que pagarle a la persona que las acusa.
Pertenecer a la comunidad LGBTQI en Burkina no es nada fácil. Muy pocas personas salen del closet por temor a que las envenenen o las asfixien mientras duermen, o incluso por temor al rechazo de sus familiares. El rechazo es entonces el mejor escenario posible.
Algunas personas LGBTQI privadas de libertad me piden asistencia jurídica. Hace poco, ayudé a dos jóvenes a los que habían arrestado por travestirse, lo que es ilegal en Burkina, ya que se considera usurpación de identidad. Los dos jóvenes fueron rápidamente trasladados a prisión y un miembro de la comunidad LGBTQI+ nos habló de su caso y nos alertó sobre la situación. Afortunadamente, pudimos brindarles asistencia jurídica y liberarlos. Por desgracia, uno de ellos contrajo VIH durante la reclusión. En prisión, las violaciones son pan de cada día y, a veces, las personas que carecen de recursos financieros para pagar por su seguridad, aceptan la “protección” del “jefe” del centro penitenciario a cambio de favores sexuales.