Adrián Ramírez López. Los últimos cuarenta años de neoliberalismo en México generaron una estela de violencia y represión que nos llevó a distorsionar el sistema jurídico para buscar sanciones muy severas en contra de los supuestos delincuentes. Las penas se agravaron, se generalizó el uso abusivo de la prisión preventiva y se construyeron centros penitenciarios privados, para los cuales es un gran negocio mantener privadas de libertad a miles y a miles de personas.
El país tiene 120 millones de habitantes y su población carcelaria se eleva a más de 200 000 personas.
La tortura fue un elemento fundamental de este modelo neoliberal. Con ella, se lograba acusar a personas inocentes, o que cometieron delitos menores, y se les hacía pasar por delincuentes muy peligrosos. De este modo, se reforzaba la era de terror que atravesaba nuestro país.
La llegada del Gobierno de Manuel López Obrador hace tres años permitió cambiar el patrón de comportamiento, y las autoridades federales dejaron de practicar la tortura de manera sistemática. Sin embargo, a nivel municipal y de algunas instituciones del país, el recurso a la tortura sigue vigente.
La tortura sigue siendo un problema en prisión. Algunos guardias y, sobre todo, reclusos, con el conocimiento de las autoridades, torturan con fines de extorsión a otros reclusos y a sus familiares. Lamentablemente, es difícil poner en evidencia esta situación, puesto que todo lo hacen pasar por riñas o enfrentamientos entre grupos delincuenciales al interior de las prisiones.
Cabe decir que también tenemos un gran rezago en cuestión de víctimas de tortura, ya que no existe una reparación de daños, se les mantiene en prisión, y los culpables no reciben un castigo. En 2021, el Gobierno de México emitió un decreto presidencial con el que pretende reparar este grave problema y resarcir a las víctimas. Sin embargo, pocas personas podrían beneficiarse de este procedimiento, pues el Gobierno reconoce menos de cinco mil casos de tortura. Por lo tanto, exigimos un esfuerzo adicional.