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Bloqueo
En 2017, se contabilizaron cerca de 4000 casos de agresiones físicas en contra de los guardias de prisiones. Es decir, casi once agresiones diarias. Como 4000 gotas de agua, la última ha hecho desbordar la copa; los guardias enojados y abrumados o simplemente preocupados, han decidido bloquear las prisiones, usando como pretexto estos incidentes, al fin de cuentas comunes en detención, para defender sus reclamos. Y ¿por qué no? Es una guerra justa. Pero es entonces una guerra, una que no invita para nada a la consideración.
Lo que nos interesa a nosotros, que estamos “del lado de los que están encerrados”1 , es precisar lo que este bloqueo significa: la supresión de los locutorios, de la distribución del correo, de los traslados al hospital o a los juzgados, de las entrevistas con los abogados, etc.
En fin, todos estos acontecimientos que vienen a animar la triste vida del recluso para permitirle vislumbrar una luz de esperanza, la calidez de una visita, un tratamiento médico, una adaptación de la pena… Los guardias piden consideración, ¿la misma que ellos manifiestan?
Con su titular: “Prisiones: estado de emergencia”, “FO Pénitentiaire” coincide perfectamente con nuestra constatación. Sin embargo, el sindicato se equivoca de objetivo. Por ejemplo, ¿un pastor, víctima de una cornada, se vengaría de todo el rebaño?, ¿cuál sería el resultado? El hecho de bloquear las prisiones se asemeja a un castigo colectivo, prohibido.
El personal recibe su consideración de su entorno: el lugar que la sociedad le asigna a través de sus instituciones. Al construir establecimientos sobredimensionados, extremadamente vigilados e inhumanos, el poder público le brinda una herramienta de trabajo inadaptada, ideal para aumentar las dificultades cotidianas. Los parlamentarios y magistrados que, desde 1875, toleran la sobreocupación de las celdas, no solo menosprecian la vida ordinaria de los cautivos, sino que también multiplican la exposición del personal a situaciones problemáticas.
Al insistir con el castigo, su “pasión contemporánea”, según Didier Fassin, los responsables políticos no parecen encontrar mejor salvación que la de anunciar, de manera continua, la construcción de nuevas prisiones. Una solución costosa, irrazonable e ineficaz. Un director de establecimiento nos contó alguna vez que en su prisión, ligeramente subpoblada, se habían cerrado ciertos módulos disciplinarios y de aislamiento, lugares propensos al suicidio y a los conflictos.
El personal estima que le debemos consideración por su madurez, por la mirada condescendiente que debe conservar, pese a todo, hacia las personas que debe controlar. Algunos lo logran y los reclusos no se equivocan. Algunos, con su comportamiento autoritario, a veces violento, lleno de odio hacia las familias, agotan el capital de consideración que podrían obtener. Y qué decir de la espantosa solidaridad que impulsa al personal a manifestar a favor de uno de los suyos, uno que ha sido descubierto usando la violencia y enviado ante un tribunal 2.
Nuestra cultura desprecia a ese punto a los autores de infracciones para los que el maltrato parece legítimo. Pero nadie gana con este maltrato. Y menos aun las personas a las que le delegamos la responsabilidad de estos infractores. Así es como se cierra el círculo.
Bernard Bolze
“Yo estoy del lado de los que están encerrados”, palabras de Edmond Michelet, ministro de Justicia en 1959, recordadas por Adeline Hazan, inspectora general de los lugares de privación de libertad. ↩
Documental de Laurence Delleur “Guardias violentos, la ley del silencio” (Matons violents, la loi du silence). France 5, junio de 2017. ↩