La prisión de Moroni tiene una capacidad para 90 personas, pero cuando estaba allí, éramos 340. Todo el mundo está mezclado: los autores de delitos sexuales, los prisioneros políticos, los menores, etc. En ese centro debe haber unos veinte menores, la mayoría preventivos.
En la prisión solo hay tres celdas de 20 metros cuadrados que se tienen que compartir entre más de 100 personas. Hay que dormir por turnos, ya que la celda no es lo suficientemente grande para que todos puedan estirar las piernas. Los reclusos que llevan más tiempo allí, algunos hasta diez años, duermen sobre un colchón o un tapete, pero ellos representan menos de un cuarto de los reclusos; los demás duermen en el suelo.
Cuando llegué, tuve que comprar un espacio de 2,45 metros por el que pagué 3€. Los que venden o alquilan estos espacios utilizan el dinero para comprar droga, ni sé cuál, ¿crack tal vez? En todo caso, una que los convierte en estatuas.
Las peleas y los ajustes de cuentas estallan sin previo aviso; basta con que un recluso ocupe demasiado espacio para dormir para que surja una pelea. Los guardias no sirven para controlar nada, pero sí para torturar. El encargado de la seguridad en prisión es el hijo del presidente.
Para la comida, cada recluso tiene derecho a una porción diaria de 200 o 300 gramos de arroz de mala calidad. Los mismos internos son los encargados de cocinarlo en unas ollas grandes.
Los reclusos cuentan con las visitas para obtener comida, ya que algunos días no dan nada. La primera semana de mi encarcelamiento, no me autorizaron ninguna visita. Lo bueno es que al menos hay una cierta solidaridad entre los reclusos: el que tiene comida comparte con los demás. Recuerdo que una vez compartí una lata de sardinas con mis compañeros.
En esa prisión no hay trabajo, aparte de unos cuantos puestos improvisados en los que venden leche en polvo, bolígrafos, jabón y máquinas de afeitar. Algunos logran incluso conseguir pan.