Puesto que la comparación con la cárcel lleva a equívocos, ¿igual se podría intentar relacionar el confinamiento con otras medidas penales como la vigilancia electrónica, es decir, el famoso “brazalete” que ha aparecido recientemente en el cartel de la película de Stéphane Demoustier? En efecto, este dispositivo funciona según el principio de arresto domiciliario, que nos recuerda a la situación de confinamiento que hemos vivido durante largas semanas. Alrededor de 10 000 personas que están cumpliendo esta pena no pueden salir, salvo en contadas excepciones jurídicamente definidas y justificadas.
La duración del tiempo de salida autorizado limita los desplazamientos al espacio que se puede recorrer en ese plazo impartido, por lo que también se limita el número de actividades cotidianas. Aparte de estas pocas salidas, estas personas tienen que quedarse en sus domicilios, dando lugar, al igual que durante el confinamiento, a claras desigualdades: no es lo mismo estar en arresto domiciliario, o confinado, en un estudio que en un chalé con jardín. Por otro lado, las experiencias de arresto domiciliario y de confinamiento a causa de la situación sanitaria parecen bastante similares: apatía debido a la inactividad, dificultades para convivir con familiares, búsqueda de vías de escape (televisión, videojuegos, alcohol, o incluso drogas), etc.
Sin embargo, estas similitudes evidentes tienen que instar a la prudencia. La experiencia del arresto domiciliario con vigilancia electrónica no puede equiparar sea la del confinamiento, ya que la primera está vinculada con una condena. El marco judicial obliga, por un lado, a someterse a modalidades de control mucho más frecuentes e invasivas que el confinamiento.
Estando confinados, seguimos siendo los dueños de nuestro tiempo: a pesar de que solo podamos salir una hora, podemos decidir cuándo hacerlo o, incluso, elegir no hacerlo.
Este no es el caso de la persona en arresto domiciliario, que tiene que comunicar cualquier cambio en su rutina, creando un sentimiento persistente de infantilización. Pero, más allá de este control administrativo, la vigilancia electrónica tiene una connotación moral y transmite a la persona sometida a este monitoreo y a sus allegados una imagen deteriorada de sí misma. Tal y como dice un condenado en detención domiciliaria, la vigilancia electrónica te hace preguntarte “si eres mala persona porque, si no, por qué llevas ese brazalete”. Este objeto recuerda al condenado y a su familia su pena a cada momento, incluso en la intimidad: “aun cuando estoy desnuda”, cuenta una condenada, “sigo teniendo algo en mi cuerpo. Me lo quito todo, incluidos los pendientes, las gafas, pero el brazalete sigue ahí, y no me lo puedo quitar.”
La vigilancia electrónica se caracteriza por ser extenuante (pocas personas aguantan con el brazalete más de un año), no por el hecho de obligarles a quedarse encerrado en casa, sino también por lo que dicho encierro significa.
Los valores que la sociedad relaciona con el confinamiento sanitario y el arresto domiciliario con vigilancia electrónica no son en absoluto los mismos.
Si bien los confinados podían interpretar su experiencia de aislamiento como una pequeña contribución a esta “guerra” contra el virus de la que hablaba el presidente de la República, las personas bajo arresto domiciliario no experimentan más que frustración, o incluso vergüenza, por su situación. La experiencia espacial, ya sea la del confinamiento o la del arresto domiciliario, depende del discurso que se vincule con dichas realidades; y estos son radicalmente diferentes.