Noticias

Estados Unidos: la paradoja de la pena de muerte

Dos países en uno solo

El pasado 24 de septiembre Christopher Vialva, afroamericano de 40 años y condenado a muerte en 1999, fue ejecutado en el estado de Indiana tras recibir una inyección letal a las 18:46.

La de Vialva fue la séptima ejecución federal que ha tenido lugar en Estados Unidos en lo que va de año. Antes fueron ejecutados Daniel Lewis Lee, Wesley Purkey, Dustin Honken, Lezmond Mitchell, Keith Dwayne Nelson y William Emmett LeCroy. Las siete ejecuciones tuvieron lugar en el Centro Penitenciario Federal de Terre Haute, Indiana.

Estas ejecuciones son las primeras que Estados Unidos lleva a cabo en virtud de la legislación federal en los últimos 17 años, todas ellas en tan solo tres meses. Este afán en llevar a cabo las ejecuciones incluye la apresurada reprogramación y la reanudación de órdenes de ejecución expiradas (incluso con mociones pendientes).

En definitiva no es más que una muestra del total desprecio por parte de las autoridades federales estadounidenses a las salvaguardias internacionales que deben respetarse en todos los casos de pena de muerte. Por otra parte, es una prueba más de los defectos y la arbitrariedad que desde hace mucho afectan al uso de la pena de muerte en Estados Unidos. Un sistema lleno de prejuicios raciales y de representación legal defectuosa en la que a veces cuestiones tan elementales como discapacidades mentales e intelectuales no se toman en cuenta.

En lo que va de año, Estados Unidos ha ejecutado a 14 personas. A las siete ejecuciones federales hay que sumar otras siete llevadas a cabo en Texas (3), Alabama, Missouri, Tennessee y Georgia en virtud de la legislación de estos estados. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre la pena de muerte a nivel federal y estatal?

Bajo el sistema de justicia norteamericano, los delitos pueden ser juzgados en tribunales federales (a nivel nacional), o en tribunales estatales (a nivel regional). Ciertos delitos se juzgan a nivel estatal, mientras que otros se juzgan en tribunales federales en función de la gravedad de los mismos. En 1972, la Corte Suprema de los Estados Unidos ilegalizó la pena capital, tanto a nivel estatal como federal, pero en 1976 la restableció en varios estados y en 1988 el gobierno aprobó que la pena de muerte pudiera aplicarse otra vez a nivel federal. La última ejecución, hasta julio de este año, fue en 2003. Es decir, durante más de una década y media, la pena de muerte federal fue arrinconada y, aunque no se suspendió formalmente, parecía formar parte del pasado.

Sin embargo, el 25 de julio de 2019, el fiscal general de Estados Unidos, William Barr, dio instrucciones a la Oficina Federal de Prisiones de adoptar un nuevo protocolo de inyección letal y programar las primeras ejecuciones federales tras una interrupción de casi dos decenios.

A las 08.07 de la mañana del 14 de julio, más de 16 horas después del momento programado inicialmente y tan solo media hora después de que la Corte de Apelaciones del Octavo Circuito, corte federal, eliminara el último impedimento para la ejecución, las autoridades federales procedieron a administrar de inmediato la inyección letal a Daniel Lewis Lee, sin notificárselo adecuadamente a su abogado y con varias mociones legales sobre el caso aún pendientes.

Esta ejecución vino a culminar un esfuerzo de tres años por parte de la Administración del presidente Donald Trump para reactivar la pena capital, y puso fin a una moratoria de facto del expresidente Barack Obama. Actualmente, 55 personas están en el corredor de la muerte federal, la mayoría de los cuales están encarcelados en Terre Haute, Indiana.

Por otra parte, a nivel estatal, el uso de la pena de muerte cada año es menor. En 2019, las cifras totales anuales de ejecuciones y condenas a muerte en Estados Unidos representaron las segundas más bajas de los últimos 28 y 46 años, respectivamente, por lo que siguen una tendencia descendente continua. Además, con la abolición de la pena de muerte en Colorado, en marzo de 2020, son ya 22 los estados que han abolido este castigo para todos los delitos, ocho de ellos desde que comenzó el milenio. De los 28 estados restantes, 10 de ellos —California, Indiana, Kansas, Kentucky, Montana, Nevada, Carolina del Norte, Oregón, Pensilvania y Wyoming— no han llevado a cabo ejecuciones desde hace al menos 10 años. Además, California, Oregón y Pensilvania han dictado moratorias de todas las ejecuciones.

En el caso de California, el gobernador Gavin Newson mostró claramente el sentir de mucha gente: “Matar intencionadamente a otra persona está mal y, como gobernador, no voy a supervisar la ejecución de nadie.

Nuestro sistema de pena de muerte es, se mire como se mire, un fracaso. Discrimina a personas enjuiciadas con enfermedades mentales, negras, o a quienes no pueden permitirse una costosa asistencia letrada. No ha dado ningún beneficio en materia de seguridad pública ni tiene efectos disuasorios. Se han malgastado miles de millones de dólares de los contribuyentes en su aplicación. Pero, sobre todo, la pena de muerte es definitiva. Si se produce un error humano, es irreversible e irreparable”.

Irreversible e irreparable. Dos palabras que definen a la perfección la pena de muerte. Un castigo que suena más a venganza que a justicia. Un castigo en el que el sesgo racial y la deficiente asistencia letrada son algunos de los factores comunes que han contribuido a decisiones judiciales poco fiables sobre la vida y la muerte, incluso para personas con discapacidad mental e intelectual grave. Un castigo que, aunque el gobierno federal se empeñe en reavivar, cada vez está más cerca de aparecer solo en películas tan norteamericanas como La milla verde, Dead Man Walking o A sangre fría.