Cuando por fin escucho mi nombre, “¡Butler, visita!” ya no puedo esperar más, tenemos mucho de qué hablar: Donald Trump presidente, las elecciones presidenciales francesas, las leyes que muchos de los reclusos de Estados Unidos esperan que se promulguen y con las que probablemente miles de ellos recuperarán su libertad, y, por supuesto, mi llegada a este nuevo establecimiento (fui trasladado de una prisión federal a un establecimiento de mediana seguridad). Atrapo mi documento de identificación y mi photo ticket para guardar el recuerdo de este momento de libertad. Enseguida, el guardia, que mental o emocionalmente desaprueba que un recluso tenga derecho a gozar del “lujo” de una visita, abre la puerta a regañadientes —supongo que no toma en consideración los vínculos familiares o sociales necesarios para sobrevivir al encarcelamiento—. Al salir de mi celda, me dirijo tan rápido como puedo a la sala de visitas.
Antes de ingresar a la sala de visitas, hay un breve momento en el que te recuerdan que no eres una persona libre, ese momento en el que el guardia te mira y te pide que te desnudes, te agaches y tosas.
Una experiencia completamente humillante antes de disfrutar el momento de paz que te han acordado. Los visitantes —no hay palabras para expresar por lo que ellos tienen que pasar para poder ingresar a la prisión— son tratados como si ellos mismos fueran reclusos. Alguien me dijo alguna vez que cuando una persona paga una pena de prisión, también lo hace su familia. Este es un perfecto ejemplo de ello. Tienen que soportar manos que tocan bruscamente sus cuerpos en busca de contrabando, detectores de metal y a veces requisas más profundas llevadas a cabo en otras salas, entre otros. Lo único que deseo es ver a mi visitante, la mujer que se preocupa por mi libertad como si fuera la suya.
La puerta se abre por fin, y allí está ella, mi amiga; sonríe y yo también, cada sonrisa ilumina ese lugar invadido por la oscuridad. Las personas están autorizadas a abrazarse o besarse por uno o dos segundos y si bien este no es el motivo de nuestra visita, en un simple abrazo amistoso puedo sentir su espíritu combativo, su corazón que late, las palmas de mis manos que sudan. Los dos preparados para luchar. Aunque en realidad, ambos ya estamos luchando: ella por la libertad de las personas encarceladas en el mundo, y yo por una causa mucho más grande que yo, con la satisfacción de saber que no estoy solo en esta lucha.
Tras nuestro corto abrazo, tengo el reflejo de mirar inmediatamente el reloj; la visita acaba de empezar y ya temo que pronto se acabe. Tengo que hablarle de las injusticias, de las noches frías y de los días solitarios que tuve que soportar en las prisiones de máxima seguridad; hablarle de estas prisiones de las que he logrado salir “victorioso” a pesar de que el sistema me puso allí para destruirme, destruir mi espíritu, destrozarme como hombre, hacer que mi delito me defina y no me permita ser alguien mejor, un ser humano. Allí me encerraron solo para hacerme un mejor recluso, y así asegurarse de que regresaré si alguna vez logro salir.
Conversamos, reímos, por poco lloramos, hasta que el guardia gritó “SE HA TERMINADO LA VISITA”.
Tewhan Butler