Al principio, solo era un rumor. Un rumor que, en el fondo, la mayoría de nosotros sabía que era verdad: el coronavirus se había abierto camino en la prisión. Luego, aparecieron dos grandes bolsos de lona de color verde en el despacho de los funcionarios. Eran las pruebas que necesitábamos. Después, se convirtieron en cinco. Podrían haber sido bolsas para cadáveres, habrían tenido el mismo efecto.
A los reclusos bajo sospecha de estar infectados de COVID-19 les llaman por los ininteligibles micrófonos de la unidad y les dicen que deben presentarse en el despacho del funcionario a cargo. Se dirigen hacia allí como hombres camino a ser ejecutados. Los envían al pabellón médico para ser examinados. Si presentan síntomas de la enfermedad, y si el funcionario de salud del condado lo considera necesario, les hacen la prueba. Después, los envían a una celda de cuarentena que, hasta hace unos días, era “la celda de aislamiento”, hasta que están los resultados. Si obtienen un resultado negativo, regresan a la unidad; si no, un agente penitenciario (CO, por sus siglas en inglés) los acompaña a sus celdas con un arrugado bolso verde bajo el brazo, para que guarden en él todas sus pertenencias. Hasta ahora, ningún recluso ha regresado de la visita al pabellón médico, aunque la última información que tengo es de ayer.
Es un protocolo reciente. Aquí había infectados mucho antes de que el centro contara conpruebas para confirmarlo. Durante varias semanas, antes de que términos como “mascarillas de PPE” y “distanciamiento social” fueran habituales, los reclusos iban tosiendo por las galerías y esparciendo la COVID-19 sobre teclados, teléfonos y microondas. Y nadie hacía nada. Mientras los noticieros advertían acerca del contagio comunitario, los reclusos tosían tapándose con las manos mientras repartían cartas o mezclaban las piezas del dominó.
Mientras el mundo exterior entraba en pánico, nosotros nos chupábamos los dedos en el comedor y compartíamos las tazas de café.
La ignorancia es una bendición. O, al menos, es indiferente. Mientras pudiéramos negar la causa de nuestros dolores de cabeza, tos y fiebre, y atribuir los síntomas a alergias o bronquitis (he escuchado ambas excusas), no tendríamos nada de qué preocuparnos.