En el centro semiabierto, todos los días permanezco en mi celda de las 8:00 p.m. a las 11:00 a.m. Los fines de semana, a partir de las 4:00 p.m. ya no puedo salir hasta el siguiente día a las 9:00 a.m. Las llamadas solo se autorizan durante el día, así que, por la noche, cuando regreso al centro, ya no puedo telefonear ni a mis padres ni a mi hermano. No tenemos acceso a una sala de actividades ni a una radio, y los DVD se prohíben. ¡Es el mundo al revés! Tengo la impresión de que cada establecimiento hace las cosas a su manera.
Para bajar la cisterna del sanitario después de usarlo, tengo que llenarla con litros de agua, puesto que no hay suficiente presión. Ni siquiera nos dan una escobilla de baño. Siempre temo que haya un cortocircuito debido al mal estado de las conexiones eléctricas. La ventilación de las duchas se ha tapado con unos trapos, y hay humedad por todas partes. Aquí, debemos permanecer en nuestras celdas entre las 8:00 a.m. y las 11:00 a.m., un ritmo difícil para mí, ya que siempre he sido muy activo en la mañana.
Me levanto a las 7:00 a.m., me preparo un café, una tostada y luego lavo los platos. Me baño en una ducha en la que el agua se queda estancada. Hago mi cama, veo televisión y, entonces, el tiempo se detiene. A partir de las 8:30 a.m. no hay nada más que hacer. Cinco minutos me parecen una hora.
A las 11:00 a.m. el guardia nos abre la puerta, firmamos, sacamos nuestras cosas del casillero y luego me voy a mis clases a la universidad. Mis compañeros se indignan cuando les hablo sobre mis condiciones de reclusión; no lo pueden creer. A las 8:00 p.m. debemos regresar al centro. Podemos charlar cinco minutos con el guardia, él revisa nuestras cosas y enseguida subimos a las celdas. Cuando entro, me siento deprimido y aislado del mundo.