Francia: romper el silencio, resistir a la arbitrariedad

Durante mis estudios en medicina, participé activamente en las manifestaciones de mayo de 1968. En 1970, una joven colega me dijo que la, en ese entonces, nueva prisión de Fleury-Mérogis buscaba con urgencia internos en medicina, así que postulé y me propusieron comenzar de inmediato. La situación era bastante tensa en ese momento: tenía una reputación de contestatario y había sido objeto de acusaciones muy mediatizadas. Me inculparon de haber organizado una manifestación prohibida e intentar asesinar a un agente de la fuerza pública. Las consecuencias fueron graves: arresto, detención, registros, etc. Estas acusaciones ocuparon las primeras páginas de los periódicos e hicieron que a última hora se cancelara una emisión política en la que había participado y demostrado la falta de democratización de la universidad, frente a un gran resistente y profesor decano de la más grande universidad de París. El programa de televisión se había grabado con antelación y debía emitirse en un horario de alta audiencia. Pero al fin de cuentas nunca salió al aire. Los cargos en mi contra se desestimaron, pues, tras un año de investigación, se concluyó que los funcionarios habían dado falsos testimonios y se creyó que se trataba de un montaje.

Mi entrada precipitada a Fleury-Mérogis ─antes de que se llevara a cabo la investigación habitual─ se debió a las ausencias repetidas de los médicos, que a menudo estaban sobrecargados de trabajo. Unos días antes, un recluso del módulo disciplinario había intentado degollar a dos guardias que resultaron heridos de gravedad. En ese momento no había un médico de guardia, y fue un milagro que ninguno de los dos muriera. Mi candidatura llegó el mismo día, y como tenía experiencia en reanimación y daba clases en la facultad de medicina, me pidieron comenzar de inmediato.

Más tarde, el ministro de Justicia terminó recibiendo mi expediente. Sin embargo, como él conocía el lamentable estado de la medicina penitenciaria, decidió aceptar mi nombramiento, ya que le pareció políticamente delicado despedirme.

Un tiempo después, di una larga entrevista para un programa de televisión muy conocido sobre la medicina penitenciaria. La administración penitenciaria decidió entonces, de manera arbitraria, limitar a cuatro años el puesto que yo desempeñaba ─condición que no existía antes─. Así pues, mi trabajo en prisión se interrumpió de manera abrupta, pero no mi compromiso.

Al inicio de los años setenta, participé en la creación del Grupo Multiprofesional de Prisiones (GMP), un grupo de intercambio entre diversos profesionales de la justicia penal, reunidos para derribar las barreras del sistema. En calidad de interno en medicina en Fleury-Mérogis, observé, junto con otros colegas, varias situaciones de violencia, negligencia y falta de atención; era como una especie de Estado dentro del Estado con sus propias reglas y la arbitrariedad de la fuerza. Me pareció necesario hablar de estas situaciones, de no callar o dejar que pasen, de participar a la mejora del sistema y de hacer salir la información directamente desde la prisión. En enero de 1975, el primer boletín del GMP se publicó con la máxima: “Hay circunstancias en las que la obligación de reserva se confunde con la complicidad”. Es fácil callar en nombre de esta obligación.

Tenemos que mantenernos atentos para ver lo que sucede en estos lugares y señalarlo. Primero en interno ─lo que conlleva sus riesgos a nivel profesional─ y, si las cosas no cambian, denunciarlo públicamente.

La editorial del boletín del GMP de enero de 1975 comenzó con estas palabras: ”Todos los días, la experiencia nos demuestra que el hecho de difundir la información hace avanzar las ideas. Además, es la única forma de contrarrestar la arbitrariedad. Las personas que no saben lo que sucede no pueden ni expresarse ni defenderse, como es el caso de los reclusos y de sus familiares. Pero esta condena al silencio ha sido y seguirá siendo característica del personal de la administración penitenciaria. Esta costumbre secular de callar, este silencio, que no es una ley, se ha convertido en un excelente medio de coerción. No hay revuelta individual ─como el suicidio─ o colectiva ─como los motines que aumentan cada año─ que no tenga como telón de fondo el obstinado, y muchas veces absurdo, silencio. Por suerte, el silencio entre los reclusos y el mundo exterior ha empezado a romperse, ya que los periódicos, la radio y la televisión han comenzado a entrar en algunas prisiones. Además, los comités de reclusos favorecen la comunicación con el mundo exterior”.

Desde hace medio siglo, la prisión ha sido un tema de discusión. Los informes parlamentarios suelen poner de relieve sus deficiencias al tiempo que fijan objetivos más amplios. Pareciera que la prisión es cada vez menos secreta, y más abierta a las miradas, a los controles e incluso a las contribuciones exteriores.

¿Qué silencios romper entonces? Algunos silencios protegen la posibilidad de actuar en favor de las personas privadas de libertad, de mejorar sus condiciones de vida y sus oportunidades al momento de la liberación. La discreción también se impone en ciertas situaciones. Por ejemplo, para evitar contrariar la opinión pública y a algunos de sus representantes que mantienen al acecho de políticas “laxistas” que les permiten juzgar al Estado por su incapacidad de castigar debido al “excelente trato que da a los reclusos”.

Otros silencios alimentan la arbitrariedad y permiten perpetuar las negligencias y otras situaciones inaceptables. Es el caso, por ejemplo, de ciertas medidas de justicia penal que fomentan la sobrepoblación y la sobrerrepresentación de los más desfavorecidos de la sociedad, como los extranjeros. Lo mismo sucede con las personas que sufren de trastornos mentales. Nuestra sociedad, en la que se da prioridad a la seguridad, prefiere ponerlas del lado de la delincuencia en lugar del de la psiquiatría, cuya capacidad de respuesta ha disminuido los últimos años, a pesar de que el número de personas privadas de libertad se ha casi duplicado.

Se trata de silencios que hasta los responsables penitenciarios nos piden cada vez más romper para obtener la atención y los medios necesarios para realizar mejoras y adoptar reformas.

La cuestión es cómo y por qué medio romper el silencio. Está la escritura, a menudo acompañada de fotografías de rejas y de reclusos más o menos escondidos. El problema es que estas fotos a veces resultan ser un arma de doble filo, ya que pueden reforzar la dimensión informativa de los artículos y denunciar las condiciones indignas o, por el contrario, afianzar la idea de que la prisión es un hotel cuatro estrellas.

Los documentales o los reportajes también tienen a veces resultados inesperados. Hace algunos años, un programa muy conocido se interesó en las condiciones de reclusión de las mujeres ─algunas de ellas con hijos─ en una prisión recién construida. Como no fue posible grabar con las reclusas, se dio la palabra a las guardias, a la directora del establecimiento y a los responsables de la guardería de los niños. La intención de los periodistas era denunciar la difícil situación de estas mujeres, mucho más estigmatizadas que los hombres, y la de sus hijos encarcelados. Sin embargo, las imágenes de instalaciones nuevas y cómodas, celdas con grandes ventanas, espacios comunes agradables ─y todo filmado en un día soleado─ no suscitaron en absoluto la empatía que se buscaba.

De todos los medios de comunicación, creo que la radio es la que mejor expone lo qué es la prisión y cómo se vive allí dentro. Las voces y las palabras permiten conocer en profundidad a las personas, sus historias y sus vidas, ya sean reclusos, allegados, víctimas, profesionales o voluntarios. La voz permite percibir en las palabras lo que no se ve en las imágenes.

¿El silencio es la ausencia de la palabra sobre un mal conocido o sobre algo que desconocemos y que reducimos a algunos estereotipos? Sin las voces, reales ni ficticias, no queda mucho que pensar ni que desear, aparte del oscuro deseo de castigar y de hacer sufrir a aquellos que han hecho sufrir. No siempre es fácil elegir los silencios que debemos romper para cambiar el largo curso de la historia de las instituciones disciplinarias, correctivas y penitenciarias.

La prisión solo es homogénea en el imaginario colectivo. En realidad, no existe una prisión, sino varias: algunas muy grandes, otras muy pequeñas, en las que reina un “espíritu de familia”. Están las cárceles, a menudo sobrepobladas, ubicadas en la periferia de las grandes ciudades, y en las que se mezclan reclusos con perfiles muy diversos; la gran mayoría son personas condenadas a penas cortas que llegan, se van y, a veces, regresan sin tener el tiempo de construir algo.

Allí, se encuentra sobre todo a hombres jóvenes, con escasa educación o formación y con pocos o inexistentes recursos financieros. Allí, se juntan personas muy diferentes, con diferentes culturas, diferentes religiones y diferentes nacionalidades. Para algunos de ellos, la perspectiva de quedarse en Francia, para otros el temor a ser expulsado.

También están las prisiones para penas largas, más cercanas al imaginario colectivo. Los reclusos permanecen allí por mucho tiempo, algunos incluso mueren de viejos. En ellas se encarcela a las personas más peligrosas, que viven una vida aislada, lejos de todo. Estas personas trabajan y se organizan en micro sociedad y el tema de su reinserción solo se plantea en función del riesgo de reincidencia.