Natacha Chetcuti-Osorovitz. Las mujeres con las que me reuní son mujeres condenadas a penas de mediana y larga duración, es decir, por lo menos a diez años. Ellas tienen entre 20 y 70 años y provienen mayoritariamente de sectores populares. Mi libro se basa en 96 entrevistas llevadas a cabo durante 18 meses, en el módulo femenino de un centro penitenciario mixto que visitaba diariamente. Acompañarlas en su cotidianeidad nos permitió tener muchos intercambios informales.

El elemento común de todas esas mujeres es el continuo de violencia de género dentro del que se construyen. Es la clave del análisis de mi investigación etnográfica. Este continuo de violencia estructura sus trayectorias (antes, durante y después de la pena) y sus relaciones. Este elemento clave me permite comprender cómo cada una de ellas construye su “relato personal”, porque es reduccionista definirlas por lo que han hecho, es decir, por los delitos por los cuales fueron encarceladas. Ahora bien, lo que el sistema carcelario espera es precisamente el reconocimiento de su estatus de culpable. ¿Cómo pueden estas mujeres privadas de libertad construir su “relato personal” sin tener en cuenta la organización social y las relaciones sociológicas de género que las condicionan y que las llevaron a la encarcelación?

Se trata entonces de ver cómo estas mujeres, muchas de las cuales no tienen conciencia de este continuo de violencia, responderán a esta dualidad victimario-víctima. Como resalta el título de mi libro, la noción de resistencia juga un rol crucial en ello.

NC. Es claro que para las mujeres el paso por la prisión no es gratificante. No se trata de una etapa para “escalar en la jerarquía” como puede ser el caso para algunos reclusos hombres. Elaboré una tipología para comprender mejor las diferentes maneras en que las mujeres condenadas a penas de larga duración viven la reclusión. Se distinguen cuatro tipos, independientemente del tipo de violencia, visible o no, que hayan sufrido. Las tres primeras conciernen a lo que llamamos reclusas de “derecho común”.

A la primera categoría la nombré “Una maldita habitación propia”, en referencia a la obra de Virginia Woolf. Para estas mujeres, la prisión es el momento en que toman conciencia de la violencia de la fueron objeto previamente. Es una etapa de reconstrucción en la que buscan pensarse de una manera diferente como mujeres. Tienen que luchar contra un fuerte sentimiento de culpabilidad debido a la “preocupación por el otro” que la sociedad les impone.

Las mujeres del segundo tipo de vivencia, a las que llamé las “injustamente condenadas”, tienen en cambio conciencia de la violencia de género que sufrieron antes de su pena. Se trata por ejemplo de las mujeres condenadas por el homicidio de su cónyuge, que buscaron hacerse escuchar antes de pasar al acto, y se aferran entonces al encarcelamiento para reafirmar sus estatus de víctimas. Estas mujeres, que adoptan una postura defensiva y rehúsan su estatus de reclusas, buscan marcar una diferencia con respecto a las demás mujeres, insistiendo en un esquema de “buenas” y “malas” víctimas.

El tercer tipo de vivencia lo llamé “una pena inevitable”. Se trata de mujeres cuyo encarcelamiento era predecible, por ejemplo, aquellas condenadas por asaltos o tráfico de estupefacientes. Para ellas, la prisión forma parte de la cultura familiar y es a veces inevitable. El tiempo en prisión no implica necesariamente entonces la ruptura de vínculos. Estas mujeres tienen un conocimiento previo del entorno carcelario.

Las mujeres extranjeras encarceladas por tráfico de estupefacientes, apodadas comúnmente “mulas”, son una excepción: muy aisladas en prisión, no tienen ni los códigos ni la lengua del país y se ven más afectadas por el entorno carcelario.

El último tipo de vivencia se refiere a las mujeres prisioneras “autodefinidas políticas” como por ejemplo, las prisioneras vascas. El análisis del proceso de reflexión de las prisioneras vascas permite mostrar la manera en la que ellas se relacionan con el dispositivo disciplinario, precisamente en función de su elaboración y práctica políticas.

Sea cual sea su perfil, al interior de las realidades carcelarias se pueden dar diferentes formas de solidaridad durante el tiempo del encarcelamiento. La prisión puede constituir para algunas mujeres un tiempo de re-creación familiar. A menudo se establecen entre dos mujeres distanciadas generacionalmente relaciones interindividuales similares al vínculo madre-hija. Esta solidaridad se traduce principalmente en un lenguaje afectuoso y en el compartir comidas. Observé también una relación de mayor sororidad, vinculada en parte a una toma de conciencia común de la dominación masculina, o a una experiencia compartida de la marginalización en prisión. Este es el caso de las mujeres que cometieron delitos específicos, como abuso sexual de menores. Hay también relaciones sexuales o amorosas en las cuales las mujeres privadas de libertad crean un espacio donde sus afectos, sus sentimientos y sus cuerpos pueden existir.

NC. Las reclusas “injustamente condenadas” adoptan una postura de legítima defensa frente a las demás, pero también frente a la administración penitenciaria. Estas mujeres tienen a menudo actitudes conflictivas, pero a veces de colaboración. Las reclusas de la “pena inevitable”, con un conocimiento previo de los códigos y del medio, recurren a menudo a una estrategia de colaboración. Esa pre-cultura carcelaria les da a algunas de ellas un gran margen de acción para obtener lo que quieren de los agentes penitenciarios.

El recurso a la delación es frecuente entre las reclusas de derecho común. Las relaciones entre las mujeres privadas de libertad son mucho más permeables de lo que parecen a primera vista. La delación es además un verdadero medio de control por parte de la administración penitenciaria. Es una parte integrante del sistema carcelario y participa en la organización del poder dentro de las prisiones.

Por el contrario, la colaboración individual con la autoridad no es usual entre las “prisioneras autodefinidas políticas”. Ellas responden por y para el colectivo. Sus acciones buscan obtener derechos que puedan instalarse durablemente en el entorno carcelario.