Irán: el niño de la horca

Nací en prisión, en Yalda, la noche del solsticio de invierno de 1986. Un mes antes, mi padre había sido arrestado, falsamente acusado de cooperar con un grupo de oposición ilegalizado. Lo llevaron a la prisión de Adelabad, en Shiraz, y lo ejecutaron semanas después.
Para ese entonces, mi madre y mi tía también habían sido arrestadas. Mi madre dio a luz en la prisión de Adelabad ─ en la que pasé los dos primeros años de mi vida─ y fue ejecutada en 1988, año en el que hubo una ola de ejecuciones de presos políticos que duró cinco meses. Por el resto de mi vida, la sombra de las ejecuciones de mis padres se cernió sobre mí.

Mi tía me crió tras ser liberada de prisión. Dos de mis hermanos mayores fueron acogidos por unos parientes que vivían lejos. Mi infancia fue difícil, marcada por la pobreza y el abandono.

Nunca pude sentir el afecto de mi madre ni la mano de mi padre sobre mi hombro. Deseé que me organizaran una fiesta de cumpleaños y que alguien me comprara un regalo, pero nunca sucedió.

Tenía 12 años cuando recibí mi primera convocatoria a la división Shiraz del Ministerio de Inteligencia a pesar de no haber hecho nada malo para atraer la mirada de los servicios de seguridad. Así fue mi oscuro día a día durante mi infancia.

Al principio no me permitieron estudiar en la universidad y, para obtener la autorización, las autoridades iraníes me obligaron a firmar una carta en la que me comprometía a evitar cualquier actividad política estudiantil. En abril de 2010, casi un año después de la disputada victoria presidencial de Mahmud Ahmedinejad que provocó masivas protestas callejeras y miles de arrestos, me detuvieron por participar y documentar las protestas del Movimiento Verde. Lloré durante todo el incidente, sentí mucha presión.

Tras el interrogatorio me enviaron a la prisión de Evin y, durante siete meses, estuve en una celda de la infame Sección 209, en la que me torturaban y me decían todos los días: “vamos a ejecutarte como tus padres”.

Pensaba que podrían volver en cualquier momento y llevarme a la horca como lo hicieron con mi familia. Crecí sabiendo que las personas inocentes pueden ser capturadas y ejecutadas. Mi juicio duró 20 minutos y se hizo sin la presencia de un abogado. Mi sentencia: tres años de prisión, la prohibición de estudiar en universidades estatales, multas y 74 latigazos. No me arrepiento de haber salido a la calle a filmar a los manifestantes y documentar las protestas, era una forma de asegurarme de que el mundo escuchara sus voces. Me hizo sentir bien.