Nos condujeron a la prisión de Debrecen. Cuando llegamos los policías nos vieron y se rieron, nos pidieron desnudarnos y acostarnos en el suelo, después nos dieron otra ropa. Allí también nos robaron, yo había intentado esconder cien euros, pero los encontraron y me los quitaron. Me dijeron que se los quedarían para ellos. La celda estaba prevista para seis personas, equipada con seis camas, pero nosotros éramos diez. Algunos, los recién llegados, debían dormir en el suelo. Los que habían llegado antes disponían de una cama, aquí teníamos mantas pero estaban muy sucias y llenas de pulgas. Algunas noches, me levantaba con sangre por todo el cuerpo. Un día una pulga entro en mi oreja y pedí varias veces ver a un médico pero nunca aceptaron. Más tarde, cuando llegué a Francia, fui al hospital y me diagnosticaron una fuerte infección en el oído… En prisión, nadie se preocupaba por nuestra salud.
Vi a un hombre con serios problemas de la piel. No podía ni siquiera sostenerse sobre sus piernas y dormía todo el día. Los vigilantes nunca se interesaron por él. Unos días después de mi llegada, murió.
Los policías eran realmente violentos, nos golpeaban a menudo. Una vez, maltrataron a un hombre afgano, le pegaban por todos lados y muy fuerte, perdió todos sus dientes. Cada vez que los policías veían a una persona negra, escupían al suelo. Una vez, un policía, me escupió a mí. Todos los días eran así, les veíamos hablar en grupo, no entendíamos las palabras, pero sentíamos el odio.
En la prisión, estábamos separados de los reos húngaros. Solo nos cruzábamos cuando salíamos a caminar y ellos entraban, al vernos reían y gritaban. Eran tan violentos como los policías.