No podría decir que conozco el olor de la flor de colza ni hablar de cuando caminaba por campos florecidos bajo un cielo nacarado, pero sí puedo decir que he corrido y cantado, de la mano de mi madre y con el espíritu libre, a través de un prado bañado por el sol, cuyo perfume se mezclaba con el de la lavanda que besaba nuestros pies descalzos y teñía nuestros dedos.
Las olas de hierro tocadas por el frío hibernal me han arrastrado; la espuma del mar en mi cara, cuello y pecho, mientras la sal picaba mis labios; mi boca llena de agua; la risa de mi padre, más cálida que cualquier sol de verano.
El pecho de un amante ha presionado mi nariz; he sentido el olor de su cuerpo, así como el de nuestro amor, impregnados con el aroma de la cera de coco y el vino derramado.
Los olores dejan su huella en nosotros y nos evocan recuerdos profundos e indisociables.
Un ligero olor a coco me regresa a mis catorce años cuando, en los brazos de mi primer amor, me sentía tan inextinguible como las estrellas. Una pizca del sabor del océano y, de nuevo, me hallo en el mar con mi padre, venciendo mi eterno temor a las olas y a la corriente. Un encuentro con la delicadeza del jazmín me hace encoger de tamaño y revivir mi primer viaje al extranjero, en el que mi madre me protegía de una multitud de nombres, personas y lugares desconocidos. La belleza del olfato es que siempre logra estimular la mente para recordar y despertar en nosotros la emoción, el deleite, la melancolía, la alegría, la comodidad y, también, la incomodidad. Un olor es capaz de traer a nuestra memoria aquellas cosas que tan fácil se olvidan.
El perfume de mi madre y la colonia de mi padre llenan ahora mis ojos de lágrimas y me invaden de nostalgia. Bendigo a esos pequeños sentidos que, como maná del cielo, mantienen viva la imagen de nuestro lejano hogar.
En este mundo estéril y sin color, vivo, respiro y muero.