Oigo los gritos por la libertad, los alaridos de angustia. Oigo la ley, el Gobierno y las muchas exigencias que nos imponen, como pueblo, para mantenernos separados.
En las calles de donde yo vengo, los sonidos son constantes. La ironía es que estos mismos sonidos estallan en medio de las zonas de guerra.
¿Es ahí donde vivimos? ¿En zonas de guerra? ¿Somos soldados batallando en los frentes para vencer la injusticia social y la desigualdad? ¿Por qué no nos escuchan?
Nosotros, el pueblo, hacemos el Gobierno, o eso dicen, entonces, ¿por qué se nos deja a nosotros, el pueblo, fuera, gritando con el puño cerrado, a todo pulmón, llenos de ira? Esto es lo que oigo cuando escucho con el corazón: dolor, pena, un coro como cadencias de rechazo, rechazo a simplemente rendirse y morir, ¿podéis oír cómo se me parte el corazón? Con cada puño que se levanta, con cada soldado caído, el corazón se me rompe un poco más.
¿Por qué debemos “luchar” por la justicia y la igualdad? ¿Por qué no se nos dan libremente, como pueblo?
Por encima de los gritos en la calle de Lyon, oigo los susurros de ideologías opresivas, altos y claros, con tanto dolor e ira retronando en el aire, llenando el espacio que me rodea, a menudo deseo ser sordo.