En este minucioso estudio el lector encontrará una revisión completa de las acciones y omisiones recientes del Estado uruguayo en materia penitenciaria.
Basado en su amplia experiencia como docente y como investigador, Arbesún prescinde de la profusa y autocomplaciente literatura penitenciaria producida por el Ministerio del Interior, y ofrece un recorrido desde los antecedentes directos de la declaración de la “emergencia humanitaria” en el sistema carcelario (marzo de 2005) hasta la actualidad. Sin descuidar u omitir hechos, actores o documentos, el autor desemboca en la inquietante realidad penitenciaria, a la que acertadamente caracteriza como “más encierro, por más tiempo y con nuevos y siniestros rigores”.
La obra, llamada a ser en el futuro una referencia para el debate sobre la privación de libertad en Uruguay, parte de una premisa que comparto: el proceso de cambios en las cárceles de nuestro país comenzó efectivamente en 2010. Ello, implícitamente, significa asumir definitivamente que la declaración de “emergencia humanitaria” dentro de las cárceles constituyó un mero acto simbólico, carente en los años subsiguientes (2006-2010) del debido correlato de acción institucional.
En tales condiciones resultaba inevitable que, tras visitar en marzo de 2009 los principales establecimientos carcelarios uruguayos, el Relator de Naciones Unidas contra la Tortura, Manfred Nowak, concluyera que en las cárceles del país se violaban sistemáticamente los Derechos Humanos, y que algunas de ellas, como el establecimiento “Libertad”, eran comparables a las peores prisiones del mundo.
El resultado de la visita del Relator, especialmente para la conducción del Ministerio del Interior, no fue el esperado. El informe, además de convalidar las denuncias realizadas por la sociedad civil y por el Comisionado Parlamentario, probaba el incumplimiento de promesas realizadas en la campaña electoral del año 2004.
En efecto, tal como recuerda Arbesún a texto expreso en la obra, en los lineamientos programáticos para el gobierno 2005-2010, el Frente Amplio había asumido como prioritaria “la organización de un tratamiento técnico personalizado, diferenciado en etapas y progresivo en su aplicación, fundado en la dignidad del individuo privado de libertad”.
Tras un lustro perdido (2005-2010), esta premisa -más un amplio conjunto de medidas anunciadas, entre las que sobresalían el compromiso de apoyo a los liberados, la clausura del centro de seguridad existente en el Hospital Vilardebó y la creación de Jueces de Ejecución y Vigilancia de la pena- se encontraban en 2010 a “fojas cero”.
Como bien afirma el autor, el primer paso hacia la transformación de las cárceles uruguayas fue el documento interpartidario de consenso sobre seguridad pública, suscrito en agosto de 2010. Dicho acuerdo, resultado del aporte plural y equilibrado de los cuatro partidos que por entonces tenían representación parlamentaria (Frente Amplio, Partido Nacional, Partido Colorado y Partido Independiente) asumió como premisa que la gestión de la seguridad pública debe ser objeto de una política de Estado, en la cual la política criminal y la gestión penitenciaria han de ser factores esenciales.
En forma congruente con dichos postulados, los partidos políticos uruguayos se comprometieron en 2010 a un extenso conjunto de acciones a desarrollar durante el período de gobierno que por entonces se iniciaba. Algunas medidas previstas, como la creación de un espacio institucional que nucleara a todas las cárceles del país en una estructura única -el Instituto Nacional de Rehabilitación- fueron alcanzadas. Otras metas lamentablemente no fueron cumplidas, a pesar del tiempo, de la mayoría parlamentaria y de los recursos económicos que, como nunca antes en su historia, dispuso el Ministerio del Interior.
Es así que, entre los puntos acordados por lo partidos en 2010, se encuentran pendientes de concreción el fortalecimiento del sistema de seguridad dentro de las cárceles, el establecimiento de un tratamiento técnico para las personas privadas de libertad y la posibilidad de acciones terapéuticas para los procesados y penados que presentan consumo problemático de sustancias psicoactivas.
Siete años después de aquel esperanzador acuerdo interpartidario -y cuando han transcurrido tres años desde que el Ministerio del Interior se precipitara imprudentemente a anunciar el completo logro de todo lo acordado en 2010- el sistema de seguridad penitenciario se ha derrumbado.
Prueba de tal implosión es el máximo histórico de muertes violentas en las cárceles, lo que ha convertido al sistema penitenciario en el más inseguro de toda América del Sur. Por otra parte, los privados de libertad no reciben actualmente un adecuado tratamiento médico y el consumo de drogas en las cárceles ha llegado a inusitados niveles de masividad, sin que existan opciones reales de tratamiento para los adictos.
Ninguno de estos tópicos es eludido en la obra. El autor repasa todos los aspectos del proceso penitenciario reciente, incluyendo en su análisis un conjunto de incómodas cuestiones para las autoridades del Ministerio del Interior. En tal sentido, corresponde mencionar el recuerdo que Arbesún realiza de las aún impunes ejecuciones de octubre de 2013 en el Módulo 1 de Santiago Vázquez -tema al que dedica la atención que la cuestión amerita por su gravedad manifiesta- y la descripción de escenarios de gruesas vulneraciones a los Derechos Humanos -“las latas de la izquierda”-, por ejemplo, el módulo 12 de Santiago Vázquez y el establecimiento Libertad.
Otro punto destacable de la obra es la valoración del impacto que en la práctica ha tenido la instauración del Comisionado Parlamentario penitenciario. Hasta la creación de dicha asesoría técnica, el imprescindible control parlamentario se encontraba restringido a la buena voluntad de algunos legisladores con clara vocación en las cuestiones penitenciarias, entre los que debe recordarse particularmente al Diputado Guillermo Chifflet. Hasta 2005, el Parlamento como tal carecía de elementos mínimos para evaluar en forma objetiva y sistemática el cumplimiento de las tareas penitenciarias asignadas al Poder Ejecutivo. Sostiene Arbesún -en términos que se comparten- que la mencionada institución provee regularmente de insumos técnicos al Parlamento y ha quitado a la administración penitenciaria el monopolio de la información penitenciaria. Ello constituye un sustantivo avance en términos de transparencia y de calidad institucional.
Asimismo, es de recibo el reclamo que el autor realiza en favor de la adecuación de la base jurídica aplicable a las cuestiones penitenciarias.
En efecto, la Constitución de la República sólo refiere directamente a las cárceles en el inciso segundo de su artículo 26. De tal norma emergen los dos aspectos intrínsecamente vinculados al ámbito penitenciario, esto es, lo custodial y lo relacionado con la reinserción social. A dicho precepto se añade, indirectamente, el artículo 72 de la Carta, en cuanto consagra derechos y garantías “inherentes a la personalidad humana o que derivan de la forma republicana de gobierno”, todo lo cual es, por remisión, plenamente aplicable a los sujetos privados de libertad.
A partir de tales preceptos genéricos, el ordenamiento jurídico uruguayo desarrolla un conjunto de normas de rango ordinario, entre las que se destaca el obsoleto decreto-ley 14.470.
Dicha norma es un genuino producto de la dictadura, cuya visión extemporáneamente aún refleja: aunque el régimen de facto terminó en nuestro país hace treinta y dos años, la norma fundamental en materia carcelaria, heredada de aquella oscura época, continúa rigiendo. Urge su reemplazo para dejar definitivamente atrás una visión autoritaria y completamente perimida, y para consagrar una normativa moderna y plenamente acorde a los nuevos estándares del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
En definitiva, esta obra incursiona en una oportunidad históricamente perdida: luego de una masiva inyección de recursos económicos en el sistema penitenciario, el país hoy cuenta con mejores edificios y con muchos más funcionarios que diez años atrás, pero, pese a ello, en un contexto de indetenible prisionización, día a día se reproducen en las cárceles uruguayas exactamente los mismos problemas de antaño. Ocio compulsivo, violencia institucional, violencia intragrupal, masivo consumo de drogas, corrupción, mala gestión de los recursos, ausencia de tratamiento técnico y falta de apoyo post- penitenciario, constituyen algunas de las carencias aún no resueltas y cuyo impacto en la seguridad pública es indiscutible.
Al mismo tiempo, en las actuales circunstancias resulta remota cualquier posibilidad de cumplimiento a los mandatos ético-jurídico señalados por la Constitución en relación a las cárceles; como objetivo mínimo, sin un urgente cambio de rumbo siquiera asoma como factible la promesa -hecha en el año 2014 por el Presidente de la República cuando fue candidato- de reducir la reincidencia a un treinta por ciento.
Lejos de mantener su ritmo, la reforma penitenciaria perdió, a partir de 2015, el impulso y su tono: las autoridades del Ministerio del Interior le quitaron prioridad. Como enseñaban los antiguos romanos, la acción es la medida del interés: en la ley de presupuesto 2016-2020, un escaso y aislado artículo refiere sustancialmente a las cárceles. Su contenido es menos que pobre, pues la norma sólo prevé la creación de una comisión encargada de hacer un cronograma para la salida de las cárceles de la órbita del Ministerio del Interior. A dos años de entrado en vigencia este precepto, no se tienen noticias de la comisión ni del cronograma.
Tal como afirmaba en 2004 la actual fuerza de gobierno -Arbesún oportunamente lo recuerda en el libro- “el sistema penitenciario uruguayo es un ámbito donde en forma muy grave se violan los derechos fundamentales de los internos, contradiciendo así el artículo 26 de la Constitución y la concepción humanista que informa nuestro sistema democrático de gobierno”.
Corsi e ricorsi: doce años después, las mismas palabras se aplican plenamente a la realidad de las cárceles uruguayas, con idéntica crudeza que la que tenían cuando fueron escritas.
Transformar semejante estado de situación y hacer de las cárceles uruguayas espacios dignos, mucho más que un imperativo perteneciente excluyentemente a partido alguno, constituye un mínimo ético y republicano. En esta línea, todo aporte académico es bienvenido.
Es justo, por tanto, reconocer esta obra de Arbesún, y alentar, desde ya, la continuidad de su reflexión y la realización de nuevas realizaciones de fuste.