Centro Libanés de Derechos Humanos. La crisis ha afectado en gran medida las condiciones de reclusión, sobre todo después de la pandemia de COVID-19. En materia de salud, el acceso a los médicos se ha complicado. Antes, por ejemplo, cuatro o cinco médicos estaban presentes día y noche en cada prisión. Hoy en día, hay un médico que pasa una vez a la semana, si tiene el tiempo de hacerlo, lo que ni siquiera es el caso en algunos establecimientos. Hace poco, un juez pidió a un médico penitenciario que realizara unos análisis. Sin embargo, este no pudo hacerlos por falta de tiempo y de recursos. Los salarios de los médicos son muy bajos (alrededor de unos 50 US al mes) y cuando visitan la prisión solo tienen tiempo de firmar las prescripciones y no pueden ocuparse de las urgencias.
El acceso a los medicamentos también es bastante complejo. Las organizaciones internacionales y locales, o los familiares, son los que los suministran y no el Estado. Varias organizaciones incluso se aliaron para ayudar a los reclusos y crearon un fondo de emergencia para las familias, así como una dirección de correo electrónico compartida entre las organizaciones y las autoridades encargadas de la atención sanitaria en prisión.
Las personas con problemas de salud mental tampoco reciben una atención adecuada. El médico de una prisión nos contó un día que a algunas personas se les suministra un tratamiento que no se prescribe desde hace 25 años, ya que solo sirve para calmarlas mas no para curarlas.
El número de muertes en custodia también está aumentando. En 2022, por ejemplo, se presentaron 33 decesos, mientras que antes de la crisis había cinco o seis por año. Las personas mueren porque los traslados a algunos hospitales tardan demasiado. Otros traslados ni siquiera se prevén debido a los altos costes que conllevan.
Tampoco hay medios para los servicios de urgencias. La sobrepoblación hace que algunas personas con problemas inmunológicos tengan que convivir con el resto de la población carcelaria, lo que les causa más enfermedades. Muchas enfermedades transmisibles se extienden en los establecimientos, como la tuberculosis y la sarna. Hace poco se declaró una epidemia de sarna en una prisión de mujeres y no se contaba con medicamentos suficientes. Hubo que cambiar todo, limpiar y quemar algunas cosas. Las ONG tomaron cartas en el asunto y ayudaron para que se cambiaran todos los colchones del establecimiento. El problema es que las soluciones que encontramos son temporales y eso no basta.
La calidad de los alimentos que distribuye el Estado es tan mala que algunos reclusos prefieren no comer. Varios asistentes sociales han informado que las mujeres de la prisión de Trípoli se alimentan solo dos veces por semana porque se niegan a consumir productos nocivos para su salud. Durante la pandemia, los familiares podían llevarles alimentos, pero eso ya no se permite. Las personas tienen la posibilidad de comprar productos en el economato de cada prisión, pero esto es imposible si los familiares no cuentan con los recursos financieros necesarios.
Asimismo, hace poco notamos un problema de agua, pues las prisiones del distrito no tienen un acceso continuo. La prisión de mujeres pasó cuatro días sin agua. Y en estos casos, las personas no pueden ni hidratarse ni bañarse, lo que empeora la situación sanitaria.