Cuando las guardias me trasladaron a mi dormitorio, había pasado casi una semana sin comer. No podía ni mantenerme en pie, había perdido todo mi cabello debido a las descargas eléctricas y no podía moverme, ni siquiera agitar los dedos. Mis compañeras de dormitorio me desvistieron y me bañaron ─fue tan agradable─. Llevaba casi una semana sin ir al baño y había tenido que orinarme encima. Todavía recuerdo el olor del jabón. Tras colocarme en mi cama, me dieron de comer, y durante dos o tres semanas, cuidaron de mí. Nadie me preguntaba nada, me dejaban tranquila, solo me acariciaban. Es muy importante no hacer preguntas, sobre todo tras un interrogatorio de la Policía. Como las otras chicas habían pasado por lo mismo, sabían lo que no debían hacer. Las preguntas son traumatizantes.
Las violaciones de las mujeres kurdas eran sistemáticas. El Estado turco quería destruirlas y sabía que violándolas lograría su cometido. Una de sus prácticas consistía en desnudarlas y atarlas a un radiador con los ojos vendados para que no pudieran ver quién las tocaba. Por lo general, eran chicas que no habían tenido ninguna experiencia sexual. Sin embargo, esa no era la única forma de tortura que se les infligía, las heridas de las mujeres que llegaban reflejaban lo que todas habíamos sufrido.
Al ayudar a una mujer, nos ayudábamos a nosotras mismas. Aún sufro de estrés postraumático debido a la tortura. Pero creo que haber compartido con las otras mujeres me permitió salir adelante y aprender a manejar esta enfermedad. Nunca olvidaré lo que fue recibir ayuda, el jabón, las caricias, los masajes. Yo tenía que hacer lo mismo. Todas éramos diferentes; algunas no dormían, otras gritaban y otras no podían dejar de temblar. Cada vez, teníamos que encontrar una nueva táctica para ayudar a las personas, para que te hablaran y lograran superar sus traumas. Cuidar de las demás era parte de nuestro cotidiano. Recuerdo que todo el tiempo nos dábamos masajes porque sabíamos que el dolor estaba ahí, siempre. Era algo normal. Yo creo en la ética feminista del cuidado y la prisión me enseñó mucho al respecto.
Al contrario, el acceso a la atención sanitaria era catastrófico. El médico de la prisión consideraba a las prisioneras políticas como sus enemigas. Cuando ibas a verle, solo te daba paracetamol o un somnífero.
Un día, una mujer kurda de edad avanzada, una de las que había cuidado de mí, comenzó a sangrar. A pesar de ello, el médico decidió que no era necesario trasladarla al hospital. Rápidamente, escribí un comunicado que envié al exterior de la prisión para que se supiera lo que estaba sucediendo. El documento se difundió y tuvieron que llevarla al hospital. Allí le dijeron que necesitaban operarla, de inmediato. Unos abogados que contacté lograron obtener su liberación temporal, pero una vez que la mujer vio a sus hijos, falleció. Muchas personas mueren de esta manera. Una joven turca, casada con un kurdo, fue acusada de fingir su embarazo para poner una bomba. Las autoridades la golpearon y no le realizaron ningún control médico. Una noche, comenzó a gritar y, al llevarla a urgencias, descubrieron que el bebé había muerto tres días antes. Existen miles de historias dramáticas como esta. Mi madre era farmacéutica y cuando iba a visitarme a la prisión, todo el mundo le hacía preguntas sobre medicina. Yo me convertí en la encargada de la salud de mi dormitorio y curaba a mis compañeras con las pocas plantas a las que podíamos acceder.
Continuará…¶