Hend y Raed, refugiados políticos en Francia desde finales de 2013, pasaron respectivamente 8 y 10 años en el infierno de las prisiones sirias, en los confines de la inhumanidad. Liberados en 1991, nos confían la tortura, la humillación, y la negación de la condición humana a las que fueron sometidos.
El horror que describen es, sin embargo, más abominable hoy en día.
En este día glacial de noviembre, en el que el fuerte viento lastima los rostros, y el aire seco y penetrante obliga a los transeúntes a abrigarse, Raed y Hend están ahí: él, cubierto de un gorro de invierno, ella, de una bufanda bien atada a su cuello. La pareja de sexagenarios no se inmuta ante las heridas causadas por el frío, totalmente irrisorias comparadas con las sevicias y torturas de las que fueron objeto. En Siria, Hend y Raed cumplieron, respectivamente, 8 y 10 años de prisión en condiciones inhumanas, en las que su integridad y sus derechos más fundamentales fueron pisoteados, y su vida misma despreciada. De esta máquina de destrucción, salieron vivos. Sus rostros, su afabilidad, su dulzura, no reflejan en nada las heridas que llevan dentro. Refugiados políticos en Francia desde diciembre de 2013, nos describen el infierno de las prisiones sirias. Si bien sus trágicos relatos trascurren entre 1980 y 1991, ellos aseguran que las condiciones de reclusión de su país no han cambiado y han incluso empeorado.
Las desapariciones de sus allegados encarcelados recientemente —sobrino, hermano, hermana, amigos, etc.—, las muertes de sus compañeros de prisión y los arrestos masivos, confirman que las prisiones sirias son un mundo sin Dios ni ley, en el que lo único que queda para sobrevivir es la esperanza, a menudo, vana.
Hend Alkahwaji¶
« Nací en 1956 en las afueras de Damasco, donde realicé mis estudios de ingeniera agrónoma. Por la época de 1980 milité en la Liga de acción comunista. En julio de 1982, me detuvieron en la calle y me llevaron a la división de investigación militar de Damasco, en razón de mis actividades políticas. Me pusieron en una celda subterránea, sin ventanas y con tan solo una bombilla en el techo. Me mantuvieron un año entero encerrada en este calabozo, sin luz natural, sin una cama, sin un libro, sin una radio…sin nada. Cada día me llevaban un poco de comida, pero solo podía salir para los interrogatorios violentos que tenían lugar, día y noche, en una sala contigua. Las autoridades me pedían que les diera los nombres de todos los militantes de mi partido político. Para ello, recurrían a todas las torturas posibles. Amordazada y con los ojos vendados, me ponían descargas eléctricas en los dedos, las orejas y los pies, hasta que sangraran. Después, me obligaban a caminar sobre agua helada y salada; el dolor era insoportable.
Mis verdugos me bloqueaban en un neumático de coche y me rociaban con agua helada, luego me obligaban a permanecer con mis prendas mojadas y frías. Yo temblaba, pero no podía cambiarme, ya que durante un año estuve con la misma ropa.
Me golpeaban, me humillaban, me trataban como a un perro. Mis familiares y amigos ignoraban mi paradero, pues nadie les informó sobre mi arresto. No tuve juicio, ni abogado, ni contacto alguno con el mundo exterior. Durante todo ese año, me robaron mi existencia. En ocasiones, cantaba en mi celda para romper el silencio y evitar enloquecer. Pero hasta eso me prohibían. Mis carceleros me decían que me callara.
Sus malos tratos, físicos y psicológicos, eran sádicos: me obligaban a asistir a sesiones de tortura de otros reclusos y a escuchar sus gemidos. Todo era una humillación permanente. Veinte días antes de ser liberada, inicié una huelga de hambre para pedir que me trasladaran a una prisión de mujeres, con condiciones de reclusión menos deplorables. Finalmente recuperé mi libertad en marzo de 1983.
Retomé mi trabajo de ingeniera y, discretamente, mis actividades de activismo político, pero un año después de mi excarcelación, el 19 de marzo de 1984, los servicios de seguridad vinieron a mi domicilio para llevarme de nuevo a aquel calabozo. Con la misma violencia, me golpearon, torturaron y ultrajaron durante tres meses. Mis condiciones de reclusión eran aún más severas que la primera vez. En mayo de 1984, me trasladaron a la prisión femenina de Qatana. Allí, nos ponían en celdas colectivas de hasta 12 y 15 mujeres. Las celdas, que daban al patio, permanecían abiertas todo el día. Teníamos derecho a cocinar y a recibir visitas. Sin embargo, como presa política, la única de la prisión, me encontraba bajo la custodia de las autoridades militares, por lo que mis visitas se limitaban a una cada tres meses. En 1987, me trasladaron de nuevo a la prisión de Duma, en zona rural, junto con otras presas políticas que habían tenido una trayectoria similar a la mía. Estábamos agrupadas en dormitorios de cerca de treinta plazas. Dormíamos en un jergón en el suelo y no había agua caliente, pero la vida era menos dura. Podíamos leer, escribir, tejer, pintar, educarnos. Aprendí francés en la prisión, sola. Durante las escasas visitas autorizadas, mis familiares me llevaban ropa, comida, libros, lo que me permitía hacer un poco más soportable mi vida cotidiana.
El 26 de noviembre de 1991, después de siete años y medio de reclusión, fui liberada gracias a un indulto presidencial concedido a todos los presos políticos. Durante todos esos años, no me informaron nada, nunca fui juzgada, no tuve derecho a ser asistida por un abogado; estuve en ‘proceso de investigación’ durante casi 8 años».
Raed Al Nakshbandi¶
« Nací en Damasco en 1960 y soy Ingeniero mecánico. Militante del partido socialista democrático Baas, fui arrestado en abril de 1982 y llevado a la división de investigación militar de Damasco. Durante la primera noche de interrogatorio, fui golpeado y torturado con el método de ‘la silla alemana’—me ataban a una silla y reclinaban hacia atrás el respaldo para obtener información—. La operación era supervisada por un médico. Permanecí 45 días en una celda subterránea individual en condiciones drásticas, y sometido a interrogatorios violentos y humillantes. Luego, me trasladaron a una celda colectiva en la que estuve durante un mes con otros 12 detenidos. Los interrogatorios, acompañados de malos tratos, nunca se detuvieron. Más tarde, fui trasladado a una celda más grande, equipada con un sanitario, contrariamente a las anteriores. El nombre de reclusos oscilaba entre 60 y 120.
Dormíamos en el suelo, la ventilación era artificial y nos costaba respirar, la comida era insuficiente, teníamos hambre, muchos se enfermaban, algunos morían frente a nosotros.
Las visitas no estaban autorizadas. Tres meses después de mi arresto, los interrogatorios cesaron, como si mi expediente hubiera sido archivado. Sin embargo, no se había abierto ningún procedimiento, no había cargos en mi contra, no había tenido un juicio. Nada, olvidado por completo durante un año. Un año sin salir de esta celda.
En mayo de 1983, me llevaron a la prisión militar de Palmira, en la que permanecí durante cuatro años. Esta prisión es un antiguo cuartel que data del protectorado francés. En este lugar, había siempre un establo, un abrevadero y argollas para atar a los caballos. La policía militar controlaba el establecimiento.
Compartía una celda de alrededor de 80m2 con otros 65 detenidos. Allí tampoco había camas, dormíamos en el suelo con una simple cobija. Los presos políticos recibíamos un trato diferente a los reclusos de derecho común. Si bien podíamos salir al patio durante el día, nos excluían de la vida interna de la prisión. Mi primera visita la recibí después dos años de encarcelamiento. Luego, cada tres meses. Seguía sin saber qué pasaba con mi expediente, ya que se había decretado un Estado de urgencia y las autoridades no estaban obligadas a justificar los arrestos. Nos podríamos en prisión…
A finales de 1987, me llevaron a la prisión militar de Saidnaya, más reciente y ubicada en las afueras de Damasco. Éramos diez en una celda equipada con duchas y sanitarios.
Allí estábamos un poco más cómodos, teníamos colchones de algodón para dormir, podíamos salir al patio una hora diaria y recibir una visita al mes. El 21 de diciembre de 1991 recuperé por fin mi libertad, gracias al indulto presidencial concedido a los presos políticos».