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Fuente: Semana
Ver el panoramaVenezuela: el hambre, el peor azote de las cárceles
Brian, un preso venezolano de 29 años de edad, tiene más de 48 horas sin comer en el Centro Penitenciario de Aragua, mejor conocido como la cárcel de Tocorón, en el centro de Venezuela. Lo último que ingirió fue un plato de lentejas con yuca y una arepa. Todo un lujo para quien desde hace unos meses se alimenta ocasionalmente con recortes del tubérculo, conchas de papa y hortalizas.
Un familiar de un compañero de prisión había llevado los granos en la visita del fin de semana anterior. El banquete lo prepararon y disfrutaron entre cinco. De igual forma comparten cuando Brian recibe la visita de la madre de su hija y le lleva algún alimento desde Caracas.
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Pero hay otros, como Ender, que no tienen esa suerte, pues sus familiares viven en Colombia. Están a unos 1000 kilómetros de distancia de la cárcel de Tocorón, instalada en 1982. Ender, por tanto, no tiene quién le lleve comida. El Estado no le garantiza el derecho a la alimentación, por lo que depende de la solidaridad de sus compañeros.
Brian y Ender son dos de los cerca de 10.000 prisioneros que hay en esta cárcel de régimen abierto, que sin embargo tiene capacidad para menos de 1000. En sus instalaciones venden alimentos y otros productos, como si se tratara de un gran abasto. Muchos escasean en los anaqueles de los supermercados. Pero los precios de estos, como en la calle, son elevados.
Aunque asegura estar pagando una condena por un delito que no cometió (robo agravado), Brian no le pide dinero a sus familiares pues prefiere que destinen todos los recursos para la manutención de su hija, quien recién cumplió un año de vida.
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Antes de que naciera la niña, con lo que lograba reunir por el aporte de sus parientes, podía adquirir alimentos subsidiados en los Mercados de Alimentos (Mercal) que instalaba el Gobierno venezolano dentro del penal. Pero ya no lo hacen.
Brian, sin embargo, sabe cómo engañar al estómago y a la mente: “Me acuesto a ver televisión y a dormir”. Lo aprendió durante su estancia en la Penitenciaría General de Venezuela (PGV), en Guárico, donde fue recluido hace cinco años, cuando fue detenido y comenzó a pagar su condena.
En octubre de 2016, fuerzas de seguridad del Estado rodearon durante un mes este penal e impidieron el acceso de alimentos a los presos y los familiares que estaban adentro. Después de ese tiempo, ingresaron y los desalojaron.
“Esa vez comimos perros, gatos, raíces de matas de plátano, tallos, hojas de auyama. Lo poco que teníamos lo rendíamos con agua y sal para poder alimentar a la mayor cantidad de personas”, cuenta Brian a la Agencia Anadolu. No sabe cuántos kilos perdió aquella vez, pero sí dice que estaba “en el hueso”. Ahora, dice, no ha llegado a ese estado pero está más flaco.
Pero Brian prefiere pasar hambre antes que comer ratas, como hacía un preso de la cárcel de Vista Alegre, en el estado Bolívar, quien a finales de febrero de 2018, fue protagonista de las noticias dentro y fuera de Venezuela. Este recluso tuvo que ser hospitalizado e intervenido quirúrgicamente tras haber tenido una obstrucción en el intestino por la ingesta de roedores.
“Yo las he comido varias veces, por la necesidad, por el hambre. Pero estas que me comí recientemente no las maté yo, las agarré muertas del contenedor de basura que tenemos en el penal”, dijo entonces el reo a la ONG venezolana Una Ventana a la Libertad (UVAL). Aseguró que, como él, otros reclusos de este penal se alimentaban con ratas.
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