La administración penitenciaria tiene la obligación de proveer agua y una alimentación adecuada a las personas privadas de libertad. Sin embargo, la cantidad y la calidad de los alimentos que se distribuyen suelen ser insuficientes.
La posibilidad de comer en los comedores, recibir los alimentos en las celdas o disponer de un espacio común para cocinar varía de un país a otro y de una prisión a otra.
En muchos países, las administraciones penitenciarias carecen de recursos financieros, y algunas, incluso, tienen que comprar a crédito los alimentos que suministran a los reclusos. En las principales prisiones del Congo, por ejemplo, solo se distribuye una comida al día. En el Líbano, el número de comidas diarias pasó de tres a dos, a raíz de la crisis.
A menudo, las visitas son el único medio de obtener ciertos productos, alimentarse de manera adecuada y mejorar su día a día. En América Latina, los familiares pueden llevar paquetes de comida a la prisión para subvenir a las necesidades de sus seres queridos. En Francia, esto solo es posible durante la época navideña. Los paquetes que se autorizan no deben pesar más de cinco kilos y todo su contenido se examina en detalle.
Los reclusos están expuestos a todo tipo de privaciones, a la hambruna y a las catástrofes naturales. Estas personas, que no son prioritarias durante las situaciones de emergencia, son las que pagan el precio más alto de los conflictos. En países como Haití, Madagascar, Tailandia y Mali, las organizaciones internacionales brindan ayuda alimentaria para luchar contra la desnutrición.
En varios países, los reclusos pueden realizar compras en el economato para completar su alimentación. Sin embargo, la cantidad de productos disponibles es restringida y su precio es mucho más alto que fuera de prisión.
Cocinar en prisión permite pasar el tiempo y mejorar la vida diaria. Se estima que entre el 60 % y el 70 % de las comidas que se distribuyen en las prisiones no se consumen tal cual, sino que se utilizan como base para preparar otras recetas. Así pues, los reclusos tienen que hacer uso de su imaginación para paliar la falta de horno o de estufa, y la escasez o prohibición de ciertos productos.
Las prisiones prohíben el uso de la levadura, ya que con ella se pueden fermentar líquidos y fabricar alcohol. Para crear los utensilios faltantes, los reclusos recurren a su ingenio: amarrar dos tenedores a un ventilador para usar como batidora o hacer un horno con dos fogones en “sandwich”.
Hoy en día, se prohíbe recurrir a la privación de agua y alimentos como sanción disciplinaria. Por suerte, esta medida, que solía ser muy común, tiende a desaparecer. En efecto, no responder a las necesidades básicas de las personas reclusas constituye una forma de trato cruel, inhumano o degradante, o incluso de tortura.