Roberson Édouard. Existen varios factores que explican este fenómeno. En primer lugar, el mal funcionamiento del aparato judicial, que se traduce en un elevado índice de sobrepoblación carcelaria y unas pésimas condiciones de reclusión. La Justicia no cumple con su función de liberar a las personas en prisión preventiva cuyos cargos son infundados y retener a aquellas que han cometido delitos graves. Esta situación alimenta el sentimiento de indignación de las personas privadas de libertad, y hace que algunas de ellas piensen en escapar.
Otro factor que entra en juego es el poder de las bandas armadas. Cuando la Policía logra por fin detener a algunos de sus miembros, estos no pasan mucho tiempo tras las rejas. Antes de las fugas masivas, por ejemplo, la coalición de pandillas Viv Ansanm (viviendo juntos) había advertido que liberaría a sus miembros encarcelados en la Penitenciaría Nacional. Y esto fue exactamente lo que hizo.
La corrupción también juega un papel muy importante. Varios informes han destacado la colaboración o la complicidad del personal penitenciario en las revueltas que han ocurrido en las prisiones. En otras palabras, cuando los miembros de las pandillas llegan a la Penitenciaría Nacional, ya se les han abierto las puertas para que salgan.
Sin embargo, todos estos elementos son coyunturales y no deben ocultar lo que en el CRESEJ identificamos como el factor principal: la prisión en Haití no es una herramienta penal, sino un mecanismo que se usa para mostrar el poder del Estado —por más débil que sea—, así como para intimidar y perseguir a la oposición política de manera arbitraria. Pero, por encima de todo, la prisión es un instrumento que permite mantener bajo control a los grupos más marginados de la población.
La presencia de los dispositivos del aparato represivo en los barrios más populares, en particular, las fuerzas del orden, es un ejemplo claro de esta observación. Las comisarías de policía más recientes se han instalado en el centro de los barrios más pobres, como una forma de decir a sus habitantes: “No se rebelen contra sus condiciones de vida, las políticas públicas o la corrupción. Si se atreven a decir algo, les arrestaremos.”
En el CRESEJ, nos hemos concentrado en el concepto de “prisionización” secundaria, puesto que sabemos que el peso del encarcelamiento no solo recae en la persona privada de libertad, sino también en sus seres queridos y su entorno social. Parece que a las autoridades no les basta con encerrar; además tienen que hacer planear la amenaza del encierro sobre los barrios populares, a través de la presencia de la Policía y el hecho de conocer a quienes van a prisión. La idea es insuflar en la mente de las personas que cualquiera puede ir a parar allí. Por otra parte, nuestras investigaciones han revelado que los o las comisarias del Gobierno pueden tomar la decisión de procesar a alguien por su corte de cabello —si tiene rastas, por ejemplo—, o por su manera de vestir, como si la apariencia o las características físicas pudieran ser una predisposición a la delincuencia.
Por estas razones, dos tercios de la población carcelaria haitiana se encuentran en prisión preventiva. La mayoría de las personas privadas de libertad por delitos menores pasan en prisión más tiempo del que duraría su pena máxima, si se hubiera llevado a cabo un juicio. La condena por robo, por ejemplo, oscila entre tres y seis meses. Sin embargo, muchas personas pasan más de tres años en prisión por este delito.
Los abusos y los problemas de funcionamiento del sistema judicial explican la gran cantidad de fugas. La realidad es que la Justicia no es la que encarcela y, por ende, tampoco es la que libera. El flujo de la población carcelaria es como un movimiento de aire: cuando las prisiones están vacías, el Estado las llena, y, cuando están demasiado llenas, una fuga es necesaria para desocuparlas. Esto ha sido así desde nuestra independencia.