Creo que corrí con suerte al ir a prisión, ya que, en ese entonces, las personas en mi situación solían ser eliminadas en vez de encarceladas. Así que no lo viví como algo dramático, sino todo lo contrario.
Pasé un año en una mazmorra de El-Harrach. Mi celda medía unos dos metros por dos metros y medio. Había una letrina y dos mantas, pero nada de ventanas, cama o colchón. Las condiciones de higiene eran deplorables: solo nos permitían ducharnos cada 15 días. Había piojos y ratas por todas partes. No podía ver a los otros reclusos, condenados a muerte, pero podíamos comunicarnos a través de las paredes. Solo teníamos que esperar a que los guardias terminaran sus rondas. También aprendí la gramática y la conjugación del árabe gracias a Nadir H., un compañero de prisión que era arquitecto. Curiosamente, era uno de mis clientes antes de mi secuestro. Poco antes de que me encarcelaran, le había prometido que iría a visitarlo pronto. Cuando se dio cuenta de que yo era uno de sus vecinos en la mazmorra, me dijo: “¡Prometiste venir a verme, pero no dijiste que vendrías hasta aquí dentro!“. Se alegró de verme, pues me creía muerto. A él le debo mucho.
Mi celda en El-Harrach era contigua a la “oficina”, la antesala de los calabozos donde se maltrataba a los reclusos antes de encerrarlos.
Desde las 8:00 a.m. hasta las 6:00 p.m., podía escuchar los golpes de las mangueras de goma, los gritos, el llanto y las súplicas. Al final me acostumbré.
Luego me trasladaron a Tizi Ouzou, una prisión a unos cien kilómetros de Argel, en la que estuve recluido dos años. Allí no estaba en aislamiento. Las instalaciones eran más modernas que las de El-Harrach; las celdas, de más o menos seis metros cuadrados, fueron diseñadas para albergar a una persona, pero por lo general éramos cuatro. También había un pequeño patio de 100 m2, lo que era un poco justo para 150 personas, pero aún podíamos movernos.
Cada experiencia es única; las condiciones de vida pueden variar significativamente según el régimen de vida, los pabellones y las personas. En la mazmorra, mis compañeros de prisión y yo éramos más libres que los demás prisioneros: el haber sido detenidos injustamente hizo que no nos sintiéramos en prisión.
En lo que respecta a las terribles condiciones de reclusión, el ser humano se acostumbra a todo.
Si bien es cierto que nuestras condiciones de vida no podían ser peores, esto significaba que la administración de la prisión no tenía ningún control sobre nosotros, lo que no era el caso de los demás reclusos. Por ejemplo, algunos se alojaban en la enfermería de la prisión, en condiciones mucho mejores, y los guardias los amenazaban constantemente con llevarlos a la mazmorra; ellos no eran libres, pero al menos nosotros sí contamos con esa suerte.