Las celdas se abren a las 6:00 a.m., hora a la que podíamos salir. Nosotros mismos preparábamos nuestra comida y podíamos disfrutar de un jardín cubierto. Casi ningún grifo funcionaba, por lo que teníamos que subir cubos con agua para ducharnos. Como nos permitían hacer mejoras en las celdas, pusimos unos tabiques de madera alrededor de los sanitarios.
Cada quien se levanta cuando quiere. Uno de mis compañeros sufría de insomnio, así que tratábamos de ser lo más discretos posible para dejarlo dormir. En la noche, nos preparábamos una buena cena, con alimentos que venían del exterior de la prisión.
La comida de la prisión no solo es insuficiente, sino también tóxica, de modo que los que la ingieren suelen enfermarse. El beriberi es muy común en la prisión. Los enfermeros distribuyen de manera aleatoria los medicamentos, que a menudo son ineficaces. Lo mejor es evitar enfermarse.
Todos los alimentos estaban demasiado cocinados y sabían a quemado. Teníamos que separarlos para tratar de sacar algo que fuera comestible. Al menos en el módulo de los asimilados, evitábamos consumir las raciones de la prisión. Sin embargo, las guardábamos para los “asistentes”, que son reclusos de otros módulos, que se encargan del mantenimiento de las instalaciones, la limpieza, la cocina y el lavado de ropa.
Durante el día no teníamos mucho qué hacer. Había una pequeña cancha en la que se podía jugar al fútbol ─cinco contra cinco─ cuando los reclusos de los otros módulos regresaban a sus celdas. Por lo general, los asimilados pueden pasar un poco más de tiempo fuera y hacer ejercicio o caminar por el patio. Fue allí donde escuché varias historias sobre la MACA, el país y otras cosas; eso me ayudaba a pasar el tiempo. En el módulo de los asimilados, las celdas permanecen abiertas durante el día, por lo que podíamos salir y hablar entre nosotros. Sin hacer mucho ruido, porque ese también es un derecho por el que se debe pagar a los guardias.
Nos sentábamos, hablábamos de nosotros, de nuestras profesiones. Allí conocí a un ingeniero civil, un ingeniero naval y un hombre de negocios canadiense. Hablamos de trabajo, de viajes, cultura o hasta de comida; cualquier cosa que me permitiera evadir la realidad. Sabíamos que la justicia no existe y que bastaba con pagar a los jueces para salir y terminar con esa pesadilla, así que hablar de justicia no valía la pena. Tenía claro que era inútil pelear por el fondo del caso, pero sabía que podía hacer algo por la forma. Por eso, trataba de que los guardias y a los jueces cometieran errores de procedimiento. A veces, algunos reclusos pagan, pero no salen.