De una ciudad a otra

Una noche invernal de viernes en Montreal, la fila interminable de coches que trataba de salir de la ciudad por la autopista 40 ¹, provocaba aquella habitual congestión a la que nunca logras acostumbrarte. Transitando en medio de los restos de nieve ennegrecida por el tráfico, esta masa de vehículos ocultaba la dinámica microbiana y los problemas invisibles, pero no menos importantes, de la sociedad. En ese mismo instante, un furgón salía de la prisión de Burdeos para incorporarse al flujo de automóviles. Se trataba de un pequeño vehículo, a priori anodino, que circulaba entre los demás con un rumbo desconocido.

La noche anterior, una especie de agitación y ansiedad contagiosas invadieron los pasillos de la prisión de Burdeos: Mañana es “día de traslado”. Si bien algunos ya sabían que sería su turno, otros lo descubrirían unos minutos más tarde. “Todas las mañanas tengo miedo de que me trasladen. Es muy estresante: los cacheos, el viaje, las esposas”, confiesa Étienne, de 51 años. Para muchos de ellos, esto se ha convertido en una rutina. Ellos forman parte de un auténtico circuito interurbano de reclusos, provocado por el incesante ritmo de traslados entre centros penitenciarios. En cuatro meses, Catherine, de 36 años, ya ha sido trasladada dos veces; Jérôme, de 30 años, ha sido trasladado nueve veces en catorce meses; François, de 51 años, ha sido trasladado treinta veces en 35 meses (a cinco instituciones diferentes).

Si tuviéramos la capacidad de ver a través de la carcasa metálica que escapa de la ciudad, observaríamos en la parte trasera cuatro cuerpos postrados, esposados, fríos y magullados, que viajan a ciegas hacia un destino lejano, demasiado lejano: el de su nuevo centro penitenciario. La inmensidad del territorio quebequense amplía las distancias recorridas: 278 kilómetros separan la prisión de Burdeos, en Montreal, del centro penitenciario de la ciudad de Quebec, mientras que se necesitan casi 580 kilómetros para unir la metrópoli con el nuevo centro penitenciario de Amos, en Abitibi. Desde la capital de Quebec, hay 641 kilómetros hasta la prisión más septentrional, Sept-Iles, y 772 kilómetros hasta la remota prisión de Percé, que cuenta con 46 plazas. Los furgones que recorren a toda velocidad el “run de lait” ─expresión que evoca la ruta del lechero que solo se detiene para entregar su mercancía y que aquí adquiere una nueva dimensión, pueden viajar durante todo un día.

Durante estos interminables desplazamientos, la proximidad de los cuerpos que se balancean al ritmo de las curvas y las aceleraciones hace imposible conservar cualquier burbuja íntima de protección… La negación de sus necesidades primarias, lo hace impensable: “Nos llevan atados, somos ocho, uno al lado del otro, y ni siquiera tenemos espacio para movernos. Estamos todos apiñados. Para ir a New Carlisle son once horas de viaje. He visto a algunos orinar en el suelo de la furgoneta frente a los demás; otros incluso se cagan en sus pantalones. Es bastante desagradable, pero no les queda de otra…” (Étienne, 51 años, en prisión preventiva desde hace 17 meses).

Detrás de las puertas de esta prisión móvil ocurren cosas aterradoras, al límite de la inhumanidad y la violación de los derechos humanos. Las palabras de François reflejan la violencia y el horror de este transporte atroz: “Cuando un animal va al matadero, el dueño del camión conduce solo por cuatro horas. Cada cuatro horas, los animales que se van a matar para luego comérselos tienen una hora de descanso. Nosotros, no. Nosotros viajamos durante 16 horas seguidas, sin parar. Además, vamos esposados. A ningún animal lo llevan atado como nos llevan a nosotros”. (François, 51 años, en prisión desde hace once meses).

Mientras que las condiciones de transporte de los animales a los mataderos se denuncian y se condenan cada vez más, y con razón, poco se habla de las de los reclusos. Como si, al encontrarse “entre dos ciudades”, estos individuos estuvieran situados en un espacio liminal invisible, en el que no están ni libres ni en prisión.

Humillación, vergüenza, claustrofobia, miedo a lo desconocido, violación de la privacidad y la dignidad. Estas sensaciones, emociones y sentimientos surgen mucho antes del viaje y persisten tras la llegada al nuevo centro penitenciario. Laurent, 36 años, resume la situación que provocan los traslados: “Siempre tienes que volver a empezar, partir de cero”.

Al llegar al nuevo destino, los cuerpos esposados, que se descargan uno tras otro, tienen que volver a pasar por la etapa de “nuevo recluso”, un estatus que además de estar asociado a rituales humillantes ─como los registros corporales─ implica la reconstrucción de relaciones sociales, la privación de bienes materiales y el potencial alejamiento familiar:

“Cuando me trasladan, me resulta muy difícil estar lejos de mi familia. La única persona con la que cuento es mi pareja, que trabaja seis días a la semana. Cuando me llevan a otra prisión, no tengo la posibilidad de verlo”. (Catherine, 36 años, en prisión preventiva desde hace tres meses). Laura, de 31 años, explicó que después de cada traslado tiene que esperar una semana para recuperar sus objetos personales. Afirmó que temía que las cadenas de oro de su difunto padre, que tenían un gran valor sentimental, se perdieran en una de sus numerosas idas y venidas.

Llegar a un nuevo centro penitenciario también significa que, debido al hacinamiento, no hay celdas disponibles ─individuales o compartidas─, aunque estas representen el espacio de privacidad por excelencia para los reclusos. Algunas personas se convierten entonces en “campistas”, que deben instalarse temporalmente en un colchón en el suelo en una celda o gimnasio “sobrepoblados”: “Cada vez que llegas, duermes en el suelo. Duermes con los dos pies junto al inodoro y con la cabeza debajo de la mesa. Siempre es lo mismo. Luego, dos días después, te vuelven a cambiar de sector y, en seguida, uno o dos días más tarde, te llevan al tribunal y te trasladan de nuevo a otra prisión“. (Jérôme, 30 años, en prisión preventiva durante 14 meses).

Quizás algún día estas personas tendrán acceso a la relativa comodidad de una celda y una cama propia. Tal vez, podrán entablar algunas amistades que ayudarán a que el tiempo en prisión se haga menos largo, o terminarán haciendo caso omiso a los cientos de kilómetros más que se han interpuesto entre ellos y su familia, y establecerán nuevos rituales de llamadas o visitas. Tal vez esto será posible hasta el próximo “día de traslado”, en el que regresarán a la carretera y volverán a ser pasajeros sin ningún control¹ de sus vidas.