Notas sobre el encierro
**Tres años por delante, 156 semanas, 1 092 días, 26 208 horas, 1 572 480 minutos, casi cien millones de segundos…**No verás jamás el final porque - como la paradoja de Zenón de Elea - puedes dividir el tiempo que te separa de la salida hasta el infinito; y sin embargo - paradoja de la paradoja -, sabes que verás todo, incluso el final, por poco que salgas vivo.
El infierno contenido en el encierro, no es la caja pequeña (celda) en la gran (prisión), es la espera dentro del tiempo. El tic-tac mental de la subdivisión: una hora de más, es una hora de menos; una de menos, es una ganada - pero, ¿ganada para qué? Para el tiempo que te quedará cuando hayas “cumplido tu tiempo”.
Cada hora te acerca al final de cada día, pero a la vez te aleja: las dos horas restantes se convierten en 120 minutos, y esos minutos, en 7 200 segundos. El tiempo es contado y la cuenta se extiende indefinidamente.
El infierno del encierro es el tiempo “estático y circular” descrito por Claude Lucas en Suerte, el “tiempo abismo”, el “presente eternizado”… Es la “pura eternidad repetitiva”, filosofada por Auguste Blanqui, a quien llamaban “el encerrado” (76 años de existencia, de los cuales 35 los pasó detrás de las rejas).
¿Qué es entonces el tiempo? - se pregunta Augustin en un famoso texto. “Cuando nadie me lo pregunta, lo sé; pero apenas debo explicarlo, ya se me fue”. ¿Qué es entonces la prisión? Cuando nadie te lo pregunta, lo sabes (el prisionero lo sabe mejor que cualquiera); pero cuando tratas de explicarla, las palabras se esconden. El prisionero no sabe lo que sabe - ni siquiera qué tipo de saber puede constituir lo que él sabe.
Sentado en la cama, codos sobre las rodillas, manos entrelazadas, te hundes en la contemplación del rastro de llama sobre la pintura ampollada, unos veinte centímetros abajo de la pequeña mesa fijada al piso. Marca del pasado, prueba de que a pesar de las apariencias, el tiempo pasa, es pasado, pasará y habrá pasado… Pero hay un aire sofocante en el tiempo, como el que hay en la celda, en el verano: tiempo pesado, pegajoso, inmóvil, implacable. Entre el muro y el rostro, entre la mesa y la cama, pasado-presente-futuro se funden en un único bloque de tiempo, inagotable, inamovible.
En ese patio, rodeado de residuos, te paseas y pisoteas el tiempo, lo puntúas de paso y de medias-vueltas. Medida binaria de la caminata. El tiempo no se cuenta, se escanea - y se déambula: 22 pasos por tramo, un segundo por paso, 163 vueltas por hora, 6 kms por día, 40 kms por semana, 2 000 kms por año. La larga marcha del presente hacia ninguna parte.
El tiempo no es inodoro. Huele a gris, a la lata vacía que transporta el viento sobre el piso de cemento, al escote de la presentadora de televisión, a lasañas tibias… Sabe al gusto ferroso de la sangre en la boca, a la textura del dedo de caucho que te cachea el ano. Los muros de tu celdas están tapizados de fotos del tiempo: culos, bocas, genitales inmensos, indefinidamente disponibles e intocables - y el grito mudo de esa mujer que atrapada vive en su orgasmo falso. El tiempo no para ante las puertas del cuerpo; se chorrea en tu esófago, te llena los pulmones, se mete en tus orejas, remonta el curso de tus intestinos. Te invade y te devasta. A tu mochila de piel se le rompen las costuras al contenerlo.
Infligiendo el suplicio del tiempo, el encierro logra hacer de la vida misma un castigo.
Un día parecido a los otros, un evento viene a perforar la capa del tiempo. El rechazo colectivo de volver a las celdas luego del paseo crea una ruptura imprevista e imprevisible a lo infinitamente repetitivo. El paso protestatario, espontáneo, distorsiona la rutina: la dirección ocupa el terreno y se informa sobre las eventuales dolencias - simulacros de entrevistas en espera de la intervención de los ERIS. Los insurgentes evocan pertenencias perdidas durante un cacheo intensivo de varias celdas… El evento tiene eso de milagroso: el tiempo inmóvil cede provisoriamente su lugar al devenir.
El encerrado se apodera del futuro inmediato, lo toma de la mano (la locución latina manus capere ha dado lugar el bello verbo emancipar).El ruido de los vehículos de la policía que maniobran en el corredor de acceso, del otro lado del edificio, anuncian el desembarque inminente de robocops. La trama de la película ha sido escrita hace mucho tiempo, pero lo vivido no se resume a la inspección policial, a las requisas y a los previsibles castigos en celdas disciplinarias; el orden del día ya no es una ejecución (de la pena), sino una emancipación (del sujeto, individual y colectivo). No se trata de matar el tiempo, sino de atraparlo. Decir “yo”, decir “nosotros”, es abrirse a lo posible - o al menos a la posibilidad de nuevos posibles. Es autorizarse a pensar que la obra de teatro (la vida) no ha sido actuada de antemano. Es osar imaginarse que un hombre, como dice Sartre, “siempre puede hacer algo de lo que han hecho de él” - y agrega el filósofo “esa la definición que yo daría (…) de la libertad”.
El encerrado desaprende la libertad.
Miras tus manos, miras el muro, miras la ventana con su enrejado, miras el libro puesto sobre la mesa, miras la marca grafiteada por uno de tus predecesores en la mirilla. Muros, manos, libros, mirilla, ventana… Buscas la falla, la ranura en el muro, el intersticio, la línea de fuga.
El verbo que te viene es “tramar”. La mano que agarra, entrelaza, combina, fija… Algo se construye a partir de nada, o mejor dicho, de una mezcolanza de barras, collares, tablas y listas. Pero el muro que tienes al frente 22 horas de las 24, tan insuperable como parezca, no ofrece ninguna oportunidad, ni abre a nada. Nada más que maquinar en esos 9m² de tiempo muerto, que esas pobres quimeras revanchistas que te invaden y te acosan.
Deberías poder tomar una especie de decisión. ¿Estudios? ¿Fisioculturismo? ¿Religión? Miras el libro, y piensas “pero han decidido por mí que decisiones son posibles”, y pronuncias la palabra “jaula”, porque leíste en el libro ese poema que habla del “corazón que patea en su jaula”. La palabra “jaula” no significaba ahí nada negativo, el poema decía incluso “Imaginen el lujo de esa vida /Intenten imaginarlo”- eso que te esfuerzas por hacer mientras bebes una taza de achicoria.
El autor, está escrito sobre la portada del libro, murió de un cáncer de pulmón a los 50 años. Unos días antes de su muerte, escribió en otro poema: *“Hubo un tiempo en el que creímos tener el tiempo de nuestro lado”.
En la radio, escuchas la expresión “color muralla”. Hace ya algunas semanas que te ves la tez grisácea en el espejo de plexiglas, arriba del lavabo. ¿Termirá cogiendo tu piel el color del hormigón? Color y textura, como un muro interpuesto entre tú y el mundo. ¿Es eso endurecerse?. Tus mejillas mal afeitadas tienen textura de cemento, tu vista se erosiona al frotarse con los muros. Cuando haces tus series de cincuenta flexiones, el aroma a vinagre del hormigón sucio y húmedo de la celda hace que te piquen los ojos.
El tiempo no corre, no pasa. Te representas en el tiempo como un gusano en el mundo, caminando minúsculamente en la inmensidad mayúscula. Cuentas los días, los meses y los años. Habrá algún día un final - pero ¿un final de qué? El tiempo demorará, y tú demorarás en el tiempo. El espacio caminado hacia un lado, lo será hacia el otro.
Conoces a un prisionero de por vida, en el piso de arriba, que tiene todo para ser un fantasma luego de treinta años de reclusión. Te dijo: “Ya es demasiado tarde, no hay posibilidad de salir. Estiraré la pata en este armario, no en la calle”. Ese es el hombre-muro, muerto en vida desde hace mucho tiempo.
La puerta se volverá a cerrar a tus espaldas (como cada vez) y meditarás sobre ese instante, del cual la perspectiva te ha mantenido en vida durante todos estos años. Pensarás en el bolso deforme, posado a tus pies, que contiene tus pertenencias, pensarás en el estacionamiento y verificarás que tengas un poco de cambio en el bolsillo de tu chaqueta, te dirigirás hacia la parada del autobús y ahí, esperarás.
Te irás de la cárcel, pero su sombra nunca se irá de ti.