MI PRIMER DÍA NO FUE EL PEOR. El título se lo llevaría el día en que fui condenado a 35 años, y el segundo puesto lo ocuparía el día en que me capturaron después de que me fugara . Mi primer día fue una experiencia desmoralizadora, pero mis emociones y mi falta de productividad no serán lo que lo definan.
El día comenzó con un sueño, una ilusión que muchos jóvenes hombres negros persiguen. Soñé que me pagaban por robar el queso de una ratonera. En busca de ese sueño, me monté en un coche de alquiler con dos mexicanos, y conduje hasta una parada de camiones en el sur de Illinois. Fue entonces cuando me dieron la llave de una furgoneta inutilizada que tenía marihuana escondida en el compartimento de carga. Salí de aquella parada, en contra de mi voluntad, escoltado por una docena de agentes federales, sin ni siquiera haber visto la hierba y esposado de pies y manos. Era una operación encubierta, una trampa. Mi sueño ilusorio se desvaneció pronto: cuando me cogieron intentando robar el queso de esta ratonera.
Este fue y no fue mi primer día, ya que no era mi primera vez. Al igual que muchos hombres negros de 28 años, he tenido bastantes primeros días en prisión.
Resultó que este primer día tuvo mucho en común con los otros primeros días, en especial con mi auténtico primer día, 18 años antes de ese, cuando solo tenía diez años. En aquel primer día, otros tres niños negros y yo estábamos caminando por un barrio mayoritariamente blanco de Long Beach, en California. Un poli había dejado una bici en la acera, a 800 metros de nosotros. Cuando tropezamos con ella, ahí tirada, aparentemente abandonada, me subí de un salto e intenté irme pedaleando. Pero, al igual que pasó con la furgoneta llena de marihuana, la bicicleta había sido inutilizada. La cadena estaba rota. Era un cebo —queso en una ratonera—, parte de una operación encubierta para cazar a niños negros que caminaban por el barrio equivocado.
Ese fue mi primer primer día. El siguiente es mi último primer día.
Justo igual que en mi auténtico primer día, acabé en una celda. Pero esta vez, no había escapatoria.
No había llamada a mi madre, mi tía o mi abuela que me fuera a sacar de allí. Esta vez, no me acusaron de intentar huir en una bici inutilizada; me acusaron de tentativa de posesión de una planta natural con la que hoy se comercia en el mercado libre, una planta con la que muchos estados recaudan impuestos. Era un tema serio, lo bastante como para asegurar que este primer día sería mi último primer día.
A diferencia de lo que ocurrió 18 años antes, este primer día en prisión fue más como una llamada de atención.