VIVO EN UNA PRISIÓN de nivel cuatro, de mediana seguridad, pese a que las autoridades prefieren, en cuanto les es posible, administrarla como una prisión de máxima seguridad. Los reclusos estamos alojados en cuatro edificios, cada uno con tres módulos: dos de ellos tienen 41 celdas dobles y, uno, 44. Entre 82 y 88 hombres vivimos en esas celdas, que son apenas más grandes que un baño. El hecho de que los sanitarios estén ubicados a 90 cm del cabecero de nuestras camas solo nos recuerda que ahí es exactamente donde vivimos, en baños con camas.
Las luces se encienden a las 5:30 a.m., si no he despertado antes, ellas me despiertan. Algunas noches, despierto mucho más temprano y tengo que morderme los nudillos para evitar gritar; los terrores nocturnos apestan. Mi cabeza no siempre es el mejor lugar, a veces, cuando el estrés me atormenta, el caos de mi mente se hace ensordecedor, incluso mientras duermo.
El primero conteo es a las 6:00 a.m., si mis pesadillas o las luces no me han despertado antes, esto sí que lo hace. Se supone que debo ponerme de pie para que vean que estoy vivo, un ritual matutino que tendría más sentido si los guardias miraran realmente dentro de las celdas.
Después del conteo, vamos a desayunar. La comida es pésima; las papas casi nunca están cocinadas, las manzanas siempre las preparan en puré para impedir que los reclusos hagan vino con ellas, y las porciones de avena son ridículamente pequeñas. El almuerzo y la cena son un poco mejor. Nuestra dieta contiene una gran cantidad de carbohidratos, de malas verduras (ni frescas ni crudas) y una mínima ración de carne. La cocina recibe una prima cada trimestre del año fiscal, en función de los ahorros realizados; la encargada de nuestra cocina en una experta en este tema. Es más, creo que, en los siete años que lleva funcionando esta prisión, nunca ha gastado más de la mitad del presupuesto.
Después del desayuno, llega la hora de la “salida” a los patios. La mayoría de los reclusos sale, pero yo no. Le llaman salida al aire libre, pero eso es solo un cruel chiste. En total, hay cuatro patios ─apenas más grandes que los módulos─ asfaltados y con rejas de alambre. Más allá de nuestro perímetro puedes ver que hay césped y árboles. A veces se ven ciervos, conejos, o pavos. Pero nunca puedes alcanzarlos, pues nunca podemos tocar el césped. Es simplemente una tortura, por eso muchas veces prefiero no salir.