MUCHAS PERSONAS consideran que un día en prisión es un día perdido, pero yo creo que solo aquel que lo vive puede determinar su valor.
Para mí, un día típico empieza con el sonido de mi despertador de plástico de cuatro chavos, que toca cada madrugada a las 5:30 a.m. En general, aún es de noche, excepto en verano (que parece ser más corto aquí que en el resto del país). De mala gana, me giro sobre un costado, apago el molesto sonido del despertador y mascullo seis palabras que, inconscientemente, han pasado a formar parte de mi ritual matutino: “Tengo que largarme de la prisión.”
Salgo lentamente de la cama, me alivio la vejiga, me aseo, me lavo los dientes, y bebo unos cuantos vasos de agua. Después, extiendo mi colchoneta de yoga y me pongo sobre ella; me estiro, hago diferentes posturas y miles de otros movimientos de contorsionista para librarme de la rigidez, los achaques y dolores causados no solo por el hecho de envejecer en prisión, sino por el de pasar ocho horas seguidas en una litera de acero con solo cinco centímetros de espuma entre ella y yo. Echo avena instantánea templada mezclada con manteca de cacahuete en un tazón de copos de salvado, y aquí empieza realmente mi día.
Las puertas de las celdas se abren a las 6:30 a.m., pero normalmente no salgo de la mía hasta las siete. Mientras el resto de los reclusos se apresura como un rebaño al cochambroso comedor para recoger una bandeja de poliestireno con copos de salvado y un plátano (sí, es lo mismo cada mañana), yo permanezco en mi celda y me preparo para las tareas que dan sentido a mi día.
Soy el tutor jefe del Challenge Program (Programa Reto), un programa muy valorado por la FBOP (Agencia Federal de Prisiones de los Estados Unidos), que enseña a los reclusos herramientas cognitivas para ayudarnos a ser más “pro sociales”. Mis tareas como tutor son ilimitadas: doy clases, hago de facilitador en grupos y reuniones, resuelvo conflictos entre reclusos irracionales, y muchas otras cosas más. Además, soy la persona en la que todo el mundo parece confiar cuando hay una situación difícil. “¡Adams!” es lo que grita a menudo una funcionaria de la prisión cuando se presentan conflictos y situaciones que deben abordarse y solucionarse. Yo solía detestar su voz chillona, pero ahora, irónicamente, la acepto, pues me confirma que tengo un propósito, incluso en un mundo donde no parece haber ninguno. Y el hecho de que acepte esto demuestra mi crecimiento como ser humano, uno al que le importa menos cómo le perciben los individuos irracionales y prefiere la aceptación de personas racionales, las así llamadas personas que respetan la ley.