MF. Hasta la década de 1980, el vino y la cerveza estaban permitidos y regulados durante las comidas en prisión. Hoy en día, usando como pretexto motines que involucraron a una o más personas alcohólicas, se ha prohibido el alcohol de forma generalizada y absoluta. Pero dicha norma puede cuestionarse: ¿por qué el consumo de alcohol, una sustancia lícita, está autorizado en la sociedad y no en la cárcel? ¿Por qué esta prohibición se aplica al alcohol y no al tabaco? La gestión de las prisiones en Francia se caracteriza por un enfoque totalmente basado en la seguridad.
En el extranjero, existen políticas más pragmáticas y efectivas en las que la administración penitenciaria no pretende controlar todos los aspectos de la vida de los reclusos, incluyendo su intimidad.
Mientras la administración penitenciaria se niegue a reconocer la existencia de prácticas de consumo, no será posible implementar una política de reducción de riesgos (RDR). Sin embargo, este es el enfoque que yo recomendaría, como lo haría la mayoría de expertos en dependencias y en RDR: el objetivo es realizar un acompañamiento para que las prácticas de consumo sean más seguras. En prisión, actualmente esto es imposible ya que existe una negación institucional de la existencia del consumo.
¿Entra alcohol en prisión? En caso afirmativo, ¿cuál es su consumo? ¿Cómo podemos ofrecer un acompañamiento a esos consumidores? Estas respuestas permiten formalizar las prácticas de consumo y poner en marcha las herramientas necesarias para realizar un acompañamiento. Por ejemplo, el acceso a material de inyección. Proporcionar jeringas para la inyección de opiáceos u otros inyectables evita que se usen bolígrafos. En América del Sur, la notable presencia de cocaína en prisión obliga a la administración a suministrar a los reclusos material para esnifar, para limitar el riesgo de propagación de enfermedades como la hepatitis C.
Por otra parte, en Francia existe una política de represión inadecuada. Una prueba de alcoholemia positiva al volante o en caso de reincidencia puede llevar a penas de tres a seis meses de prisión. Estos encarcelamientos, además de poner fin a nuestro trabajo de seguimiento, solo conllevan la pérdida de empleo, de vivienda o incluso de lazos familiares y, por tanto, refuerzan las prácticas adictivas. Pensamos mucho en las personas que terminan en prisión preventiva o en prisión sin acompañamiento.
Es hora de que la Justicia adopte una visión pragmática, carente de juicio moral sobre estas cuestiones de dependencia.
Algunos países han instaurado un sistema de atención para los casos de consumo masivo o de restricciones ligadas a él (falta de material, condiciones higiénicas peligrosas, etc.). En otros países, la integración de la reducción de riesgos en la política de sanidad pública es una tradición.