Prison Insider: ¿Qué espacio concede la administración penitenciaria al arte?¶
Natacha Galvez: El arte entró en el medio penitenciario a mediados de los años 40 con la introducción de la llamada reforma Amor. Por entonces, los talleres artísticos eran un pretexto para poder observar a los presos: se los ponía en una situación precisa donde eran observados por una persona que se encargaba, a su vez, de analizar su comportamiento.
Esta reconstitución ficticia de la vida en sociedad en un espacio reducido permitía identificar el carácter «sociable» o «asocial» de cada recluso y clasificarlos según su mayor o menor adaptabilidad para reorientar sus personalidades.
Así pues, la implantación institucional de la actividad cultural en el medio carcelario era, ante todo, una manifestación del saber y del poder. Del saber, porque los educadores eran los encargados de observar a los reclusos; del poder, porque cuanto mejor se comportase el recluso, mejores eran sus condiciones de detención.
A partir de la década de 1970, se produce un cambio de paradigma: ya no se crean talleres para observar a los presos y clasificarlos, sino para transformar al individuo a través del arte. Se pretende mejorar sus condiciones de vida, “humanizar” la prisión. Si bien esta humanización de la prisión se inscribe en una tendencia positiva de mejora de las condiciones de reclusión, Michel Foucault advierte de que esta reforma solo viene a reforzar el poder punitivo y disciplinario de la misma. La prisión evoluciona porque la reforma es intrínseca a su funcionamiento: el sistema penitenciario garantiza su perpetuidad alimentando su gran capacidad de adaptación.
Desde los protocolos de acuerdo establecidos por los ministerios franceses de Cultura y de Justicia en los años 1980, se han llevado a cabo diversos proyectos en prisión (danza, artes plásticas, teatro, música, talleres de escritura, etc.). Por lo general, la administración penitenciaria no pone cortapisas a la forma de arte que se proponga, siempre y cuando se garantice la seguridad de todos; sin embargo, las realizaciones artísticas se ven a menudo comprometidas por falta de espacio: los centros carecen de salas para realizar los talleres, por lo que al final son pocos los reclusos que se pueden apuntar.
Recordemos que los dos objetivos perseguidos por la administración penitenciaria son la seguridad y la reinserción. Por lo tanto, si el arte ha entrado en prisión, es con el objetivo de reinsertar: el discurso oficial postula que el arte permite mejorar, transformar al individuo y “adaptarlo” a la sociedad.
PI. ¿Qué permite el arte en prisión?¶
NG. Cada interno mantiene con el arte una relación muy personal. Para empezar: hay numerosas formas individuales de creación artística en prisión, independientemente de los talleres culturales que se propongan. Por ejemplo, muchos internos tocan música o escriben textos, pero esas obras se quedan en las celdas, por lo que son poco accesibles.
Con respecto a mis alumnos, he constatado que mantienen una relación con el arte mucho más intensa que nosotros: como se encuentran privados de él, le dan una mayor importancia y desarrollan una mayor sensibilidad ante las obras que se les presentan. Antes de intervenir en prisión, me hallaba impregnada del discurso idealizado sobre lo que puede aportar el arte en los centros penitenciarios. Se postula que el arte libera y transforma al individuo. Sin embargo, gracias a mi experiencia, me he dado cuenta de lo difícil que es experimentar dicha liberación, sobre todo con personas privadas de libertad.
El arte no las «libera», pero a veces les permite volver a tomar contacto con sus sensaciones y volver a apropiarse de su cuerpo, especialmente en talleres culturales físicos, como los de baile.
Esto se da menos en las clases de artes plásticas. Aun así, recuerdo a un preso que se negaba a sentarse para crear: “Me paso todo el día sentado; aquí quiero quedarme de pie”, me decía.
En prisión el cuerpo queda olvidado; el cuerpo encarcelado es un cuerpo maltratado. La reclusión deja secuelas físicas (reducción del campo visual, enfermedades somáticas, etc.). Algunos cuidan su físico haciendo pesas, pero sienten el cuerpo en tensión constante, continuamente congestionado. Ante esto, actividades culturales como el baile permiten establecer una relación diferente con el cuerpo, una relación más sensible.
La clase de arte, sea de la disciplina que sea, es un espacio-tiempo suspendido durante el cual los presos, al estar concentrados, dejan de pensar en el paso del tiempo y se olvidan por un instante de su reclusión. Para ellos, el hecho de realizar una actividad cultural implica romper con la rutina de la cárcel: su estado ya no solo consiste en esperar, sino también en una búsqueda de sentido. Cada uno justifica con motivos distintos su presencia en las clases de artes plásticas: para algunos, se trata principalmente de aprender técnicas artísticas (de hecho, uno de ellos incluso se ha matriculado en un grado de Arte en la Sorbona); para otros, más que el arte en sí, lo que importa es el contacto con los demás. Del mismo modo, la relación que cada uno mantiene con su producción también es muy personal: algunos se llevan sus obras para exponerlas en la celda; otros, por el contrario, temen desvelar su sensibilidad a los demás internos. Algunos robaban las creaciones que les parecían mejor realizadas, mientras que otros destruían sus obras al final de la clase, pues “lo más importante no es la producción, sino el momento presente”.