FO. Para los reclusos, el brazalete es un elemento distintivo, una manera de disociarse de la población carcelaria, que se reduce a la categoría de “delincuentes”. En otras palabras, dicen: “no soy delincuente porque llevo un brazalete electrónico. Si lo fuera, estaría en prisión”.
Sin embargo, para la sociedad el brazalete es un estigma, un elemento evidente, prendido al tobillo que permite identificar en un espacio público a la persona que lo lleva y recordarle su delito. Una mujer me dijo alguna vez que lo único de lo que no podía desprenderse cuando se bañaba era del brazalete. Más allá de esta dimensión material, la restricción de movimiento, mediante los horarios limitados, es un factor de estigmatización. La medida de vigilancia electrónica supone un cambio de las prácticas sociales, pues las personas no pueden hacer horas extras en el trabajo o necesitan un justificativo cuando van al médico, etc.
Si bien el brazalete electrónico suele presentarse como un dispositivo que favorece la reinserción, este no siempre es el caso. En realidad, la restricción de movilidad es un freno para la reinserción social. Algunas de las personas sujetas a esta medida tienden incluso a recluirse de manera voluntaria.
Esto me lleva a cuestionar la base de esta restricción: ¿por qué preocupa tanto a los sistemas penales occidentales que las personas vuelvan a casa por la noche? Esta información de carácter espacial se considera importante porque da fe del proceso de desistimiento de la delincuencia. O tal vez diga algo sobre la persona. Sin embargo, tanto los jueces de ejecución penal como los oficiales de libertad vigilada afirman que la presencia en el hogar no prueba que se haya iniciado un tal proceso. Es posible reincidir sin que el dispositivo lo detecte y sin violar las condiciones de la medida. Así como también es posible llegar tarde y estar bien integrado en la sociedad.
Así pues, el brazalete electrónico es un instrumento ambiguo que no sitúa a la persona en prisión, pero tampoco del todo en la sociedad.