DS. Esa es una pregunta muy compleja, que cuestiona sobre todo a la prisión, una institución que oscila constantemente entre el objetivo de mantener una seguridad que parezca inquebrantable y la voluntad democrática de promover los derechos de los internos, de normalizar las condiciones de reclusión y de respetar a las personas privadas de libertad.
Sin llegar a pronunciarme sobre la compatibilidad entre la lucha contra el extremismo violento y el respeto de los derechos fundamentales en prisión, podría decir que la existencia de estos módulos específicos para los reclusos “radicalizados” presenta riesgos reales en términos de violación de los derechos fundamentales, riesgos inherentes a todas las formas de privación de libertad, no solamente a aquellas reservadas para los reclusos “radicalizados”. Retomemos los objetivos que mencioné. Primero, la seguridad; el endurecimiento masivo de las condiciones de seguridad, especialmente luego de agresiones o atentados en reclusión, contribuye a alimentar un mecanismo de desconfianza y de neutralización de los reclusos. Con frecuencia, a los reclusos de los QER no se les considera como personas que han cometido un acto ilegal (o que son sospechosos de ello), sino como “enemigos”. Entonces, se observa una especie de distanciamiento, un aislamiento físico y social que no se menciona. La vigilancia extrema, que facilita tanto la seguridad como la elaboración de los perfiles de los reclusos, limita el contacto normalizado, obliga a un importante autocontrol y refuerza la estigmatización. En segundo lugar, el proceso de evaluación está limitado por diversos elementos que pueden sesgar la evaluación y finalmente confirmar las hipótesis de peligrosidad y radicalización.
En primer lugar, se observa la omnipresencia de la lucha contra una supuesta disimulación que nubla el discernimiento de los evaluadores: aquel que se presenta como radicalizado es un radicalizado, y aquel que tiene buen comportamiento es un radicalizado disimulado…
En segundo lugar, persiste la idea de que los reclusos que se someten a evaluación están ahí por un motivo, por lo que las señales de radicalización y los elementos asociados a ella tienden a sobreinterpretarse. Además, tanto los profesionales como la administración procuran evitar cualquier tipo de riesgo. Estos elementos juntos hacen que, en la etapa final de la presentación de informes, sea preferible un falso positivo a un falso negativo. El tercer riesgo se relaciona con los esfuerzos de desradicalización, que son dirigidos por una serie de profesionales que trabajan en los QER, especialmente por ciertos guardias que se se dan a la tarea de calmar los ánimos y permitir a los reclusos acceder a una fe no violenta. Este trabajo informal, que se da fuera de algún marco reglamentario o de control, se mantiene completamente al margen de especificaciones o del reglamento interno de las unidades. Por lo tanto, escapa a cualquier forma de marco institucional, para bien o para mal.
El último punto se refiere al objetivo de inteligencia: los propios oficiales penitenciarios de inteligencia describen los QER como herramientas deficientes para obtener información, debido al tiempo limitado de reclusión, a la observación parcial, a la estricta seguridad que limita el comportamiento natural, y a la excesiva recopilación de información que ahoga los elementos más relevantes en una marea de datos. La lógica de la sobreinterpretación invalida numerosas observaciones.
La información proveniente de los servicios de inteligencia parece preponderante a la hora de tomar decisiones, a pesar de que los mismos profesionales de inteligencia consideran que el sistema no proporciona una información de calidad.
Al igual que en el trabajo de evaluación, se observa un círculo vicioso: los reclusos se seleccionan en función de su perfil penal, complementado por un arsenal de información procedente de la inteligencia penitenciaria. Además, la suma de las observaciones de los profesionales y la nula toma de riesgos al momento de dar las recomendaciones finales pueden “afinar” la peligrosidad del individuo, al conservar solo los elementos que confirmen la hipótesis principal.
Por último, hay que prestar atención al riesgo que presenta el trato desigual entre los reclusos de derecho común, por un lado, y los catalogados de “radicalizados”, por otro. Estos últimos regularmente son objeto de medidas de observación, vigilancia o control que pueden socavar sus derechos y contribuir a un trato diferenciado. Sobre todo, hay un problema de transparencia y uso de la prisión. Las personas condenadas deben cumplir una sentencia para pagar por su falta, y las personas en prisión preventiva deben ser mantenidas en custodia hasta el juicio. Ese no es el caso aquí: los internos “radicalizados” son evaluados, medidos, perfilados; a veces incluso antes de ser juzgados. No digo que no haya gente peligrosa, simplemente digo que hay una forma de revertir el principio de la presunción de inocencia con la que debemos ser cautelosos.