Guillaume Massart. Al principio, mi intención era grabar el funcionamiento de una cárcel abierta: la topografía, la organización del trabajo, la disciplina. En Casabianda, los reclusos trabajan en el campo, así que pensé en grabar los exteriores; por eso el proceso de filmación ha abarcado las cuatro estaciones. No imaginé poder filmar a los reclusos. La gran mayoría de ellos (el 80 %) fue condenada por crímenes sexuales intrafamiliares y el 20 % restante por delitos comunes. Todos estaban cumpliendo los últimos años de sus condenas –un promedio de entre tres y cinco años- y yo estaba convencido de que se negarían a salir a cara descubierta para evitar ser reconocidos una vez puestos en libertad. Imaginaba que mi único interlocutor sería la administración penitenciaria mientras que, al final, en el documental intervienen exclusivamente reclusos. En el patio me quedaba apartado de los reclusos porque pensaba mostrar paisajes y siluetas a lo lejos.
El documental tomó un giro muy distinto cuando uno de los reclusos me invitó a tomar un café en su celda: de pronto, me encontré en ese lugar, sin poder instalar el trípode, en una intimidad cerrada. El hecho de que un recluso me invitara sin haber sido yo el que intentara que lo hicieran, lo cambió todo. Pasé de una película de paisajes a una película de retratos, de un documental de observación a un documental de conversación. Comprendí que era necesario evitar lo atractivo de los grandes espacios, alejarse de la “tarjeta postal” como se suele decir. En Casabianda, lo más interesante es el sustrato, es lo que permanece una vez que se ha retirado todo lo propio de las cárceles.