Soy una glotona, y me he deleitado con deliciosos platos y especias.
Mi capacidad a degustar va mucho más allá del simple placer; es la amiga que me consuela, es el amante indulgente; es mi tentación, mi olvido, mi estímulo.
Como un niño en una tienda de dulces al anochecer, corro con entusiasmo entre los pasillos del mercado de la comida.
Sin que nadie me vea, tomo los pasteles de frutas, las frutas confitadas y las langostas.
Abro como un animal los paquetes de donas azucaradas, de pastelillos, de patatas fritas y de chocolates. Desafilo mis dientes con las latas de atún, de frutas, de espaguetis. Rompo los frascos de salsas, de mermeladas, de pepinillos y otras conservas en una ciega desesperación de llegar a su contenido.
Lamo los cubos de helado y los postres congelados hasta que mi lengua sangra. Araño las cajas de las galletas, de los chocolates, y los envoltorios de cartón de las lasañas y pizzas hasta que mis uñas se parten y el papel corte la piel de mis manos.
Engullo todo esto y al despertar dejo una montaña de envoltorios y de alimentos a medio devorar, sobre la que formo un trono de huesos de carne, costillas carbonizadas, pasteles y cáscaras de nuez.
Me avergonzaba de mi glotonería y a la vez la adoraba. La felicidad que me procuraba el sentido del gusto era una adicción a la que me rendía voluntariamente.
Aunque estas prácticas profanas ya no son posibles para mí, sueño con el día en que de nuevo lo serán. Pronto, creo que muy pronto ese día llegará.
Natillas rociadas con cremas de limón, Wagyu con salsa de queso azul, pudines de caramelo con fresas confitadas y chocolate negro, salmón asado con patatas nuevas cocinadas en grasa de pato, jarretes de cordero con naranja sanguina…