ME ENCONTRÉ con estos presos que se habían escapado del secuestro en que los tenía el pran de la Penitenciaría general de Venezuela (PGV), Franklin Masacre. Los reclusos llegaban por su cuenta, a la cárcel 26 de Julio, que está casi al lado de la PGV, donde se entregaban a las autoridades del Ministerio del Servicio Penitenciario.
Los funcionarios del Ministerio me dieron acceso en dos ocasiones, el 17 y el 18 de noviembre de 2016. La primera vez, pude ver el operativo que el Ministerio implementaba para tratar a los reclusos, pues era una situación irregular. Lo primero era chequear su estado físico y su salud en la enfermería de la cárcel, totalmente insuficiente, por lo que las cuatro habitaciones estaban llenas de presos, hacinados pero siendo tratados por el personal médico.
Como no había suficientes camas, estaban acostados en el suelo. Tanto en las habitaciones, como en la recepción y los pasillos. Se sospechaba que muchos estaban enfermos de tuberculosis.
Esto fue lo más importante, y a lo que dediqué mayor interés, pues me daba una idea de cómo la estaban pasando los que estaban en la PGV. Sin embargo, el acceso fue limitado, solo estuve diez minutos en la enfermería. El interés del Ministerio era mostrar el operativo completo, que incluía la identificación y cotejo de los datos recogidos por el SAIME, de cada uno de los presos, con los datos del Ministerio, para clasificar a los rescatados.
Al día siguiente, me permitieron presenciar el traslado de 400 reclusos hacia otros penales más cercanos a la jurisdicción donde habían cometido los delitos y donde tenían juicios abiertos. Iban a ser trasladados en seis autobuses, custodiados por la Guardia Nacional.
Cuando entré, casi todos estaban sentados en el suelo, en los patios de la prisión, esperando la requisa de la Guardia Nacional y escuchando las instrucciones de los funcionarios sobre su traslado.
Yo era, además de los fotógrafos del Ministerio, el único fotógrafo allí.
Comencé a fotografiar, sin saber cuánto tiempo me lo permitirían. Intuía que no sería mucho, así que me dispuse a captar todo lo que podía ver, con mis dos cámaras.
Lo que captó mi atención de inmediato, era la juventud de todos ellos; aunque estaban desnutridos y flacos, se veía claramente que muchos estaban en sus veintes.
Me impactó mucho eso, había más gente joven de la que esperaba ver.
Desde el primer momento me di cuenta del estado de desnutrición en que estaban, y se les veía la tensión en sus caras, pues no sabían qué iba a pasar, ni a dónde serían trasladados. Hacían esfuerzos por escuchar, pero estaban poco atentos, tratando de mirar hacia todos lados, quizás en busca de caras conocidas. Estaban sentados en el piso, con esposas que los emparejaban con otro preso.
Todos tenían el “equipo” que el Ministerio de Prisiones suministra a los presos: un vaso y un contenedor plástico para la comida, sin cubiertos.
Muchos no tenían zapatos, su ropa les quedaba bastante ancha, a todos. Algunos estaban con tapabocas, lo que indicaba que podían estar infectados de tuberculosis.
Llegó la Guardia nacional y formó un túnel en una de las canchas, en el cual se realizarían las requisas antes de embarcar en los autobuses. En un extremo del túnel, los presos requisados comenzaron a desnudarse completamente.
El primer preso requisado, que no estaba esposado a otro preso, comenzó a quitarse la ropa.
Fue en ese momento que me di realmente cuenta de lo que habían vivido estas personas. La imagen que vi me recordaba fotografías de campos de concentración alemanes, en la Segunda Guerra Mundial, de los campos de exterminio de Bosnia, pero era increíble que esto pasara aquí, en Venezuela, dentro de una prisión, y que los responsables fueran otros presos.
Me quedé haciéndole fotos a este hombre, que solo tenía dos franelas, su pantalón, una bermuda, un interior y unos zapatos Crocs de plástico. Aparte de su equipo de vaso y contenedor, sujetaba una biblia. Su semblante era triste, agobiado, pero su mirada era profunda. Vi su nombre en el contenedor: Jerson Ronaldo. Así que decidí quedarme fotografiándolo a él, y así lo hice, hasta que se montó en el autobús. Luego seguí fotografiando todo lo que pude, otros presos que subían al autobús y los funcionarios de la Guardia Nacional chequeándolos adentro. Cuando ese autobús estuvo completo, recibí la orden de abandonar el patio.
Dos horas y media después, los autobuses estaban listos para salir.
Ese fue el momento en que salí y fotografié a los familiares, que esperaban a las puertas de la cárcel. La mayoría eran mujeres: madres, esposas y hermanas de alguno de los presos.
Necesitaban noticias: sus seres queridos habían estado en la PGV y no sabían aún si habían logrado sobrevivir al horror de Franklin Masacre.
Carlos Hernandez