Desde mis cuatro paredes, puedo afirmar que las celdas de aislamiento, que son cinco, corresponden a lo que aquí se le llama “tranomaizina”, una palabra malgache que significa “casa de las tinieblas”.
Todo es oscuro aquí, como mi tenebrosa celda de 4 m x 3 m, enmarcada por unas paredes mustias y sucias, de la que solo puedo salir de 30 minutos a una hora diaria.
Todo es oscuro aquí, como la austeridad extrema y casi monacal del mobiliario, que se compone de un cubo sanitario y un simple catre. Todo es oscuro aquí, como la lente de la cámara que, en absoluta violación del derecho nacional e internacional, me filma sin tregua y me despoja de mi intimidad.
Todo es oscuro aquí, como la escasez y la brevedad de las visitas, supervisadas, que se autorizan dos veces por semana, por no más de 15 minutos.
Todo es oscuro aquí, como el proselitismo que se hace a determinadas horas, a través de los altavoces colectivos, en favor de una única religión.
Todo es oscuro aquí, como este interminable aislamiento, que nunca antes había durado tanto; el más largo fue de dos meses.
Todo es oscuro aquí, como la transposición de las costumbres del mundo exterior, en el que la corrupción impera a sus anchas y corroe todo a su alrededor. Un mundo en el que, por norma, los poderosos explotan a los más débiles.
Nelson Mandela escribió en sus memorias: “Una nación no debe juzgarse por como trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por como trata a los que tienen poco o nada”, y Sudáfrica trataba a sus reclusos como animales. Los que vivimos entre estas cuatro paredes sabemos que es así.
Hoy en día, Madagascar sigue tratando a sus reclusos como animales, y el hecho de que los funcionarios de prisiones sean humanos no cambia nada; ellos solo siguen órdenes.
Los directores de prisión no deberían olvidar que la grandeza de las ideas, los corazones y las almas resiste a la pesantez, y que nunca lograrán aprisionarlos, sobre todo cuando persiguen el bien supremo. Tampoco deberían olvidar que, a la oscuridad reinante de la prisión, se opone la luz del amor infinito de nuestros seres queridos, que nos permite seguir adelante, y el amor incondicional y misericordioso de Dios, que nos transporta mucho más lejos de estas cuatro paredes.
Lugares como este no deberían existir, pero, por desgracia, Tsiafahy es bien real.