Un remolino de emociones me invadió durante mis primeros momentos en prisión. Estaba enojado por todo lo que había sucedido, pero también había una parte de mí que celebraba una victoria, en cierto modo. Me decía a mí mismo que las autoridades habían cometido un gran error al encarcelarme, sobre todo en el bloque D. Fue un total desacierto llevarme a este lugar que me permitió no solo contar la historia, sino también verla con mis propios ojos.
Al principio, no pensaba escribir un libro, ni siquiera un artículo. Solo quería adaptarme, pasar el tiempo y entender para poder sobrevivir mejor. Siempre he llevado un diario y sentí la necesidad de volcar las palabras en el papel para ayudarme a reflexionar. La idea del libro surgió gradualmente, nacida del deseo de escribir mis memorias, pero sobre todo los recuerdos y parte de las historias de otros.
No soy sociólogo, pero me gustan las entrevistas. Como no conocía este mundo en absoluto, tenía muchas preguntas. Los otros reclusos me encontraban algo ingenuo, lo que les causaba un poco de gracia. Pero, una vez que entramos en confianza, estaban felices de contestar mis preguntas. Era un algo inédito para ellos. Después de unos meses, empecé a tener montones, cerros de información. Me di cuenta de que podía profundizar en algunas cosas.
Poco a poco, empecé a investigar de verdad. Empecé a reunir y recopilar información sin pretender comprender por completo el sistema, porque si no nunca habría comenzado. Anoté todo, traté de absorber lo más posible, como una cámara o una grabadora. Después de unos meses, comencé a revisar y analizar. Fue entonces que tuve una visión general y me di cuenta del alcance de la corrupción y la economía del contrabando. Me propuse profundizar en el tráfico de drogas, teléfonos, precios, pequeños chanchullos, etc.
Quería hacer más que una investigación. Me interesaban sobre todo los relatos, lo que la gente tenía que decir sobre la sociedad, la religión, el panorama político, la violencia. Sentía mucha curiosidad por saber más sobre las personas que estaban recluidas conmigo. Y, bueno, como no pensaba volver a prisión pronto, tenía claro que tenía que aprovechar esta oportunidad al máximo.
Tuve suerte porque, en general, nadie me impidió escribir. A la dirección de la prisión no le pareció sospechoso que estuviera leyendo o escribiendo. Sin embargo, tomé ciertas precauciones. Por ejemplo, sacaba mis cuadernos de la prisión escondidos en la ropa sucia que mis familiares recogían en cada visita. Evité pasarme todo el tiempo anotando información o realizar entrevistas de manera visible, como un periodista. Me paseaba hablando con la gente. Nunca escribía delante de ellos, sino después.
No tuve problemas para comunicarme con los reclusos. Fue más difícil con el personal de la prisión, pues ellos desconfiaban. Había que filtrar y comprobar todo lo que decían. La información más interesante que he obtenido, la escuché sin ser parte de la discusión. La gente siempre es más habladora cuando está en grupo, así que preferí dejar que guiaran la conversación. No tenía sentido llevar la discusión a algún lado por la fuerza, porque eso solo genera desconfianza. Tuve que aceptar entrar en discusiones un tanto inciertas, a veces con buenas sorpresas, otras no tanto.