A las 6h, hay que salir. Birendra dirige el dormitorio n°4. No le quito el ojo; y a los otros sigo sin poderles dirigirles la palabra. No hay uniformes a la vista, ni guardianes, ni policías.
De repente, me acuerdo de los consejos dispensados en detención preventiva: acercarse a los detenidos encargados de la biblioteca. Precisamente, Birendra me acompaña.Allí, los nuevos tienen que pasar una entrevista. Me piden encerrarme en una habitación minúscula sin ventanas, donde hay otros cinco individuos.
Llego a reconocer algunos rostros de mi comité de bienvenida de ayer tarde. Mi principal interlocutor es aquel que me llevó a la ducha. Se presenta :
“Soy Padam daï. Daï quiere decir “hermano mayor”. Somos reclusos-vigilantes. Hay unos quince en esta prisión encargados de mantener el orden y asegurar su buen funcionamiento.”
“Pero, ¿no hay guardianes?”
“Aparte de nosotros, no.”
Me quedo boquiabierto. En 2009, el personal penitenciario de Nepal contaba con 621 trabajadores: de ellos, 600 trabajaba en la administración y 21, en el área médica. Pero ningún guardián. En su lugar, reclusos-vigilantes o prebostes. Este sistema se remonta a principios del siglo XXI, cuando empezaron a surgir las cárceles. Padam me explica rápidamente las reglas :
El gobierno indemniza a cada detenido con un máximo de 45 rupias más 700 gramos de arroz cocido por día. Nosotros, los daï, deducimos 30 rupias diarias para comprar material y pagar a los que trabajan: cocineros, lavaplatos, etc. Quedan entonces 15 rupias diarias, esto es, 450 rupias mensuales por persona“.
Después comprendería que constituye un pobre ingreso. Algunos detenidos son ayudados económicamente por sus familias que les aportan dinero en los locutorios. Para los demás, la situación es más complicada.
Mientras Birendra inspecciona el sobre con la carta de mis padres, él saca de nuevo la foto de familia y, bajo su mirada, no puedo evitar hundirme en un mar de lágrimas. Me consuela… a su manera:
“Anímate. Yo, hace cuatro años que estoy aquí y todavía me faltan otros tres. Hay gente aquí que ha recibido 10, 14 años…”. Ahora relativizo mi desgracia pero tomo conciencia también de que ya no me muevo en el entorno de simples delincuentes sino que también hay aquí verdaderos criminales.
Se mezclan ladronzuelos y malhechores experimentados, fumadores de hachís y asesinos. No nos separan. No importa el delito cometido, nos han metido en el mismo saco.
Apoyado en la pared, ahora la cárcel me parece más pequeña que ayer: de hecho, se trata de una gran losa de unos 30 metros por 15, es decir, 450m², algo mayor que una piscina municipal. En este patio, hay un solo bloque central con dos dormitorios en la planta baja y dos, en la primera.
A las 18h, mientras los reclusos dan un paseo, un grito se repite y se amplifica repentinamente: “¡kōṭhā kōṭhā! ¡kōṭhā kōṭhā!”. En el exterior, los polis han hecho correr la voz de mantener el orden a los reclusos-vigilantes, encargados en el pórtico, quienes transmiten el mensaje al interior. Siddartha, que anda a mi lado, me explica que kōṭhā significa «habitación» en nepalés y que cada uno debe volver a su estancia. En un minuto, los pasillos y los dos patios alrededor del bloque están vacíos. Siddartha sube al n°2, yo me encuentro en el n°4, así que nos separamos. Nos abrazamos y nos deseamos una buena noche. Ya dentro, Birendra me pregunta :
“¿Sabes decir uno en nepalés?”
“Sí. Ek.”
“Pues bien, esta noche serás tú quien lance el number, a mi señal”. Bed sale. Varios segundos después, vuelve a entrar.
“¿André?”. Grita :
“¡Eeeek !”.
Como ayer, el número dos continuó y así en cadena. La costumbre parece ser la de gritar su número lo más fuerte posible, como un venado. A veces, se puede oír los sonidos de los dormitorios del patio vecino pasar por encima de las altas paredes. Fue así como conocí mis compañeros de dormitorio cuando llegué aquí. Algo así como si un nuevo jugador de los All Blacks hubiera llegado y sus compañeros le dieran la bienvenida con un haka. Cuando hemos acabado, un policía de paisano nos encierra hasta la mañana siguiente, 6h. Es una cárcel semiabierta: doce horas en las zonas comunes, doces horas en el dormitorio colectivo.