Pāri mūriem significa Por encima de los muros, en letón. Esta serie nos ofrece una idea general de la vida cotidiana de 10 jóvenes, recluidos en el único centro de detención de menores del país. Tras los muros, nos hacen sentir lo que realmente quiere decir esperar a terminar de cumplir una pena. Juntos, pasamos de su claustrofóbico aburrimiento a sus ganas de libertad…
Estamos en enero y nieva. Estoy en la entrada de la prisión de menores de Cēsis (“CAIN”, Cēsu Audzināšanas iestādes nepilngadīgajiem), en Letonia, esperando a que comprueben mi identidad. Un poco ansioso por la experiencia que estoy a punto de vivir, observo los copos que, según cómo sopla el viento, caen a un lado u otro del recinto. No puedo evitar establecer un paralelo improvisado entre lo que estoy viendo y la arbitrariedad de lo que nos lleva a estar de un lado u otro de estas paredes.
También me pregunto qué me ha llevado a querer pasar libre y voluntariamente al otro lado.
Mis papeles están en regla. Me registran. Entro en el territorio de la administración penitenciaria. Se van sucediendo puertas, rejas, alambres de espino y cámaras, resuenan los walkies-talkies. Una vez dentro, me sorprenden las obsesivas medidas de seguridad destinadas a solo 39 jóvenes cuando, a principios de los años 1990, en la prisión había aproximadamente 250 reclusos. La proporción es impactante.
Está claro que las condiciones de detención han mejorado: el CAIN se renovó entre 2011 y 2012, gracias a financiación de la Unión Europea y de Noruega. Ahora los jóvenes reclusos cumplen sus penas en celdas dobles, en lugar de en dormitorios colectivos de 25 camas, tienen una escuela para estudiar y hacen ejercicio en un gimnasio renovado hace poco.
Con una capacidad total de 164 reclusos, es evidente que el establecimiento no corre ningún riesgo de llegar a la sobrepoblación. El desfase me deja perplejo. Ni sé ni voy a intentar saber las razones por las que estos adolescentes están encarcelados. Lo único que sé es que algunos de ellos cumplen penas muy duras. Me gustaría pensar que existen otras soluciones sin tener que recurrir a la privación de libertad.
Les espero en una pequeña sala. Entran y nos presentamos: Yo, en inglés, utilizando un PowerPoint, ellos en letón o ruso, con un firme apretón de manos. Tienen entre 16 y 21 años. Podemos entendernos entre nosotros gracias a Zane, la intérprete. Hace unas semanas, estos 10 jóvenes aceptaron participar en los talleres fotográficos colaborativos que propuse. He traído 10 cámaras analógicas y dos carretes por participante.
Cada fin de semana durante un mes nos reuniremos para hablar de fotografía. Durante la semana, ellos serán mis ojos dentro de la prisión y yo seré los suyos fuera, ya que voy a fotografiar un lugar que sea especial para cada uno de ellos. Gracias a ellos, he podido visitar Letonia y hacer fotografías de los paisajes que los jóvenes ya no pueden visitar. Cada paisaje va acompañado por el retrato de uno de los jóvenes, tomado en un lugar de la prisión elegido por ellos mismos.
Caminamos juntos a lo largo del muro; nos llaman la atención y la administración penitenciaria se entromete en nuestro trabajo. No me esperaba ninguna censura puesto que todo se había descrito y aceptado por adelantado. Me piden que revele los carretes en la prisión para que el personal los pueda examinar. Me exigen que elimine de los negativos ciertos «elementos sensibles» para lo que me dan un cuchillo de cocina. Las imágenes que hay que alterar son aquellas en las que aparecen los reclusos que no participan en los talleres, el personal penitenciario o las paredes del recinto. No importa que los elementos estén desenfocados o que las personas salgan de espaldas: hay que rascar.
— Jérémie Jung.