Uno o dos meses después de ingresar en prisión, vi en la televisión que me acusaban de haber cometido un atentado terrorista y que querían condenarme a la pena de muerte. Aparecía en los titulares de todos los periódicos y la gente comenzó a reconocerme. Las demás reclusas me aconsejaron ocupar mi tiempo, mantenerme activa y olvidarme de mi proceso judicial, así que eso hice; aproveché mi tiempo para aprender muchas cosas. La mayoría de las mujeres de mi dormitorio eran militantes del grupo, pero no todas. Había personas muy diferentes, pero lográbamos organizarnos entre nosotras para gestionar la vida en comunidad y el tiempo colectivo; no existía un sistema de jerarquía. Teníamos nuestra propia cocina y nos turnábamos para preparar la comida. Era importante organizarnos para no solo pasar el tiempo. No podíamos permitirles que nos encerraran. No queríamos matar el tiempo, queríamos traspasar los muros.
Cada mañana, antes del desayuno, hacíamos una media hora de ejercicio. Luego, organizábamos reuniones, debates o conferencias. Todos los días aprendíamos algo nuevo. Después del almuerzo, hacíamos una pausa, y nadie tenía derecho a hablar durante cuatro o cinco horas. Esos momentos de silencio permitían a cada persona disfrutar de su tiempo libre. Por la tarde, proponíamos actividades, en las que las reclusas podían decidir si querían participar o no.
Hacíamos talleres de filosofía, baile, teatro o canto y enseñábamos el kurdo, el francés y el inglés. En este grupo aprendí el kurdo, entre tantas otras cosas. Una vez al mes, nos reuníamos para hablar de nuestro modo de organización y de lo que deseábamos cambiar.
En el módulo femenino podíamos circular libremente y hablar con las reclusas de otros dormitorios. Cuando íbamos a una visita médica o al locutorio, teníamos que atravesar la prisión y podíamos ver a los reclusos hombres. Yo iba tres o cuatro veces por semana y pasaba una o dos horas hablando con ellos, sobre todo, de política. Las visitas de los familiares tenían lugar dos veces por semana. Entre las personas privadas de libertad y los visitantes había rejas o cristales, pero las guardias no estaban presentes. También teníamos derecho a dos visitas semanales de los abogados. En total, podíamos transmitir información al exterior de la prisión cuatro veces por semana. En mi época, como en la de mi padre, en los años 80, la prisión tenía mucho impacto fuera.
Cuando me arrestaron, confiscaron mi trabajo de investigación, pero decidí que no aceptaría la frustración y que seguiría escribiendo. Comencé a investigar sobre los movimientos de paz turcos, con el fin de desarrollar una crítica antinacionalista y antimilitarista.
Emprendí una investigación sociológica, y entrevistaba a las personas a través de cartas que hacía llegar por medio de mis abogados. También escribí mucho sobre los traumas que había vivido. Durante mi arresto, los policías tomaron mi diario y, mientras yo estaba atada a la pared, ellos lo leían y lo comentaban. Creo que es algo de lo más humillante que he vivido; ver sus manos encima de mi diario íntimo. Después de un año y medio, empecé a llevar un diario de nuevo; era importante para mí. Algunas guardias, que nos apreciaban y nos respetaban, me dejaron instalar una mesa, en la que podía escribir de noche, fuera de los dormitorios, porque la máquina de escribir hacía mucho ruido.
Disfruté mucho este periodo, en el que podíamos hablar sobre cualquier tema y teníamos tiempo de hacer muchas cosas. Había televisión, libros y podíamos comunicar con el exterior. Lo que viví en prisión me sirvió al salir.