PRIMERO ME asignaron a la cárcel de mujeres de Kaga-Bandoro, un antiguo depósito renovado, donde di mis primeros pasos como regidora de 2010 a 2013. Me encargaba de las prisioneras y de su seguridad, de organizar la comunicación externa e interna y de la gestión administrativa y financiera. En esta prisión estaban recluidas 10 acusadas y 12 condenadas.

Bajo mi responsabilidad, se creó un huerto detrás del centro penitenciario y se impartieron clases de costura a las reclusas. Utilizábamos la agricultura para compensar la escasez de subsidios y proporcionar alimentos a las prisioneras que araban y plantaban hortalizas (quingombó, calabazas, calabacines, etc.) en superficies de diez metros de largo y un metro de ancho. Además, habían cortado madera para consolidar el cercado del huerto y evitar que entraran animales salvajes. Un ingeniero agrónomo nos ayudó a plantar amaranto dulce (Gboudou en sango, la lengua local), una planta muy popular entre las reclusas porque es fácil de cocinar. Aunque las familias también aportaban alimentos a sus parientes, las reclusas preferían preparar sus propias comidas.

Debido a los trabajos de renovación de un pabellón, la prisión de mujeres tuvo que acoger a reclusos de sexo masculino durante seis meses, con lo que el efectivo penitenciario se elevó a 50 internos. Fue muy difícil lidiar con esta situación, especialmente porque entre los hombres había prisioneros considerados peligrosos. La prisión abría sus puertas a las 5:30 todos los días y yo estaba presente junto a las vigilantes para pasar lista y asegurarme de que nadie se hubiera escapado durante la noche.

Después se repartían las tareas entre los reclusos: algunos se encargaban de barrer las oficinas, otros de extraer agua potable usando unas bombas hidráulicas instaladas a 500 metros de la cárcel o de buscar madera para cocinar.

La prisión no contaba con electricidad, por lo que utilizábamos lámparas de queroseno que nos había donado el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y que consumían entre cinco y diez litros de queroseno que yo tenía que comprar con frecuencia.
Como no tenía ordenador, me iba a la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados para redactar mis informes.

Las relaciones con los prisioneros no siempre son fáciles, pero hay que saber motivarlos y, al mismo tiempo, mantener tu autoridad. Creamos la asociación «Ma Ouango», que significa «escucha los consejos», con el objetivo de obtener subvenciones y ayudas en especie de los organismos y organizaciones humanitarias internacionales, como el Programa Mundial de Alimentos (PMA, organismo de ayuda alimentaria de las Naciones Unidas).

Al terminar de cumplir sus condenas, algunas reclusas vienen periódicamente a saludarnos y agradecernos, porque ven su pena de prisión como una manera de empezar de cero.

En la República Centroafricana, las condiciones de vida en la cárcel son muy difíciles y me veo obligada a combinar varias tareas.

En cuanto a la seguridad, en la prisión no utilizamos armas. En el plano sanitario, la cárcel de Kaga-Bandoro no cuenta con enfermería ni servicio social. Yo administraba los primeros auxilios, en base a los gestos que había aprendido durante mi formación.

Recuerdo que un día, durante la temporada de sequía, encontré a una reclusa de 65 años inconsciente en su celda. Nadie quería tocarla, yo le di agua y un poco de azúcar para reanimarla; ella aún respiraba, pero no podía hablar. Como no teníamos coche ni ambulancia, la subimos a una carreta que yo misma arrastré durante dos kilómetros hasta el centro de salud, donde fue atendida. Pagué la receta médica yo personalmente, porque la reclusa no tenía parientes cercanos.

En cuanto a los procedimientos judiciales, las audiencias no son frecuentes y todos los abogados están en Bangui. Voy a menudo a ver al presidente del tribunal y al secretario para explicarles la difícil situación de los reclusos que esperan indefinidamente la programación de su audiencia y que no tienen los medios para pagar a un abogado. Los abogados de oficio exigen al tribunal el reembolso de sus gastos de transporte desde la capital hasta Kaga-Bandoro, pero terminan cansándose de la situación y no perdiendo toda motivación por venir a defender a los reclusos.

En diciembre, los rebeldes de la coalición Seleka asediaron Kaga-Bangoro y, al llegar a la ciudad, destruyeron la prisión. Todas las autoridades públicas ya se habían ido, pero yo no les seguí porque estaba esperando que los reclusos volvieran de la cosecha. Cuando tomaron la ciudad, todos se refugiaron en mi casa y, después, en las de los vecinos. Pero uno de ellos resultó ser un informante de los rebeldes y me denunció.

Dejé a mis hijos de dos y siete años con desconocidos, me vestí como campesina para que no me reconocieran en los puestos de control de los rebeldes y, de esa manera, pude llegar a la base de la Fuerza Multinacional de África Central (FOMAC) y, después, el CICR tomó el relevo. Ante el deterioro de la situación, se aconsejó a los reclusos que abandonaran la ciudad para salvarse y así pude ir a Bangui con mis hijos en un convoy protegido por las fuerzas africanas. En 2013 me asignaron a una prisión de mujeres en Bimbo, en el sur del país, y después a otra en Bozoum, al norte.

El medio penitenciario es especial y hay que dar de sí mismo en muchas situaciones. En la República Centroafricana se dan pequeños avances, a pesar de la precaria situación de seguridad. Se han comenzado varios proyectos de renovación de las prisiones, pero sin grandes resultados. Estoy orgullosa de haber contribuido, desde mi posición, como eslabón de la administración penitenciaria.