Mi condición física no mejora. No puedo ni levantarme de la cama, pues, tan pronto como intento sentarme, me da mareo y pierdo el equilibrio. He perdido la sensibilidad de mis piernas y, por falta de tratamiento, lo único que alivia mis dolores es quedarme en cama. Aunque ello implique sanciones por no trabajar.
No dejo de explicarle a la administración penitenciaria lo insoportable que resulta mi condición y la falta total de atención médica. Cuando pido un traslado ─con la esperanza de acceder a mi tratamiento con mayor facilidad en otro establecimiento─, la administración me responde que en ningún lugar me atenderán mejor y que no soy yo quien decide a qué prisión quiero ir.
En septiembre de 2021, me llevaron al segundo establecimiento en el que había estado. Allí estuve en aislamiento en repetidas ocasiones por negarme a realizar exámenes de orina. En total, pasé 33 días en ese régimen. El ruido en las celdas de aislamiento era una presión psicológica adicional, que me impedía dormir.
Todas las personas que son objeto de una sanción disciplinaria tienen tres días para apelar la decisión ante el servicio jurídico. Sin embargo, la dirección nunca me entregó los documentos a tiempo, y cuando se los pedía a los guardias, me decían que no los tenían. Siempre me los daban cuando el plazo había terminado. Los cinco días de aislamiento que te imponen, no vienen solos. Además, te prohíben cualquier contacto con el mundo exterior, como las visitas, las cartas y los paquetes.
Estas condiciones de reclusión han transformado por completo mi existencia. A mis 43 años, no puedo estar más de 30 minutos en una silla sin sentir dolores insoportables en la cabeza, la nuca y la espalda. Los mareos son constantes y paso 22 horas al día en cama.
No puedo hacer nada, ni por mí, ni por nadie más. El personal sanitario se niega a darme una consulta con el médico o un tratamiento adecuado. Me ignoran por completo, es como si no existiera.
De lo único que me deberían privar en prisión es de mi libertad. Sin embargo, lo que he vivido demuestra que los derechos de los reclusos se infringen frente a unas autoridades penitenciarias que no hacen más que apartar la vista. Nunca imaginé que tanta inhumanidad fuera posible. Al menos no antes de conocer el infierno de las prisiones suizas.