Mis condiciones de vida en el corredor de la muerte eran particulares. Cuando se dictó mi condena, existía una moratoria en Florida: había unos cuantos hombres en espera de ejecución, pero yo era la única mujer en esa situación en todo el estado. Cuando esto pasó, el sistema de justicia penal no sabía qué hacer conmigo. Decidieron ponerme en aislamiento en una prisión de máxima seguridad para mujeres en un edificio aislado, rodeado por una alambrada, que antes se había utilizado para fines disciplinarios. En el edificio solo estábamos las guardias y yo. La orden era no mantener ningún contacto conmigo; las guardias tenían prohibido hablarme porque si tenían que participar en mi ejecución, hubiera sido malsano para ellas conocerme como persona. Tampoco tenía contacto con las otras reclusas, a las que ni siquiera les permitían saludarme con la mano. Estaba en aislamiento total. Y así fue durante los cinco años en que estuve condenada a muerte.
Cuando descubrí, por mi esposo, que estaba en el corredor de la muerte de los hombres, que el trato que me infligían era tan diferente, presenté una demanda federal. Después de ganarla, me permitieron pasar cuatro horas a la semana fuera de mi celda; salir al aire libre lo cambió todo para mí. Luego, me autorizaron a mantener contacto con otras reclusas con las que me pudiera cruzar. Pero las guardias se aseguraban de dejarme salir solo durante las horas laborables, ya que, por supuesto, habría sido una pena poder hablar con alguien, ¿no? También permitían que una reclusa, de su elección, viniera a hablar conmigo en mi celda un par de horas a la semana; fue fantástico, porque llegué a hacer una amiga. Cuando me conmutaron la pena por la de cadena perpetua, al menos conocía bien a una persona.