Cuando miró hacia atrás, no tengo la sensación de que la prisión me haya afectado. Por el contrario, siento que me impulsó a trabajar sin cansancio por los derechos humanos y por las personas privadas de libertad. En 2004, cofundé la organización Alkarama que apoya a las víctimas de violaciones de sus derechos fundamentales en los países árabes. Utilizamos los mecanismos de las Naciones Unidas (procedimientos especiales, comités, etc.) para denunciar y sacar a la luz los casos de desaparición forzada, detención arbitraria, tortura y violaciones del derecho a la vida.
Estos mecanismos nos permiten ejercer presión sobre los Estados y ayudar a las víctimas. Sin embargo, tenemos que hacer frente a muchos obstáculos; uno de ellos, y el más importante, es la dificultad para acceder a la información, ya que ciertos países, como los Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita, en los que se registran a menudo considerables casos de abuso, son totalmente herméticos.
En el marco de mi trabajo, también visité algunas prisiones en Libia. Al entrar en las celdas, me sentí conmovido y avergonzado, pues tenía casi la impresión de violar la intimidad de los reclusos. Fue una sensación extraña pasar del otro lado de las rejas. Eso me hizo recordar mi propia experiencia. Al hablar con los reclusos, comprendía muy bien lo que estaban viviendo y sintiendo. Cuando uno de ellos me decía que no había suficientes frutas o yogur, pensaba: “Bueno, si se queja de esto, es porque lo demás va bien”. Pero, sabía claramente lo que la privación de libertad hacía a sus cuerpos y a sus mentes; sentí compasión, incluso de aquellos cercanos al antiguo régimen, que muy probablemente habían ordenado o cometido las peores atrocidades.