El año pasado, West Virginia celebró un contrato con la empresa Global Tel Link (GTL) para proporcionar tabletas gratis a los reclusos. Este tipo de iniciativas se están volviendo populares con rapidez porque los estados luchan contra un legado de cuatro décadas de duras políticas contra la delincuencia y de repetidos llamados públicos para que las cárceles ayuden más a la rehabilitación.
Y suena genial. Hasta que los reclusos se dan cuenta de que la empresa cobra a los usuarios cada vez que utilizan las tabletas, incluyendo 25 centavos por página de correo electrónico y 3 centavos el minuto para leer libros electrónicos. Según este cálculo, la mayoría de los reclusos terminarían pagando alrededor de 15 dólares por cada novela o autobiografía que intentaran leer. Esto no beneficia a aquellos que no cuentan con suficiente dinero; los explota. El único beneficiario, aparte de Global Tel Link, es West Virginia, que recibe el 5 % de las ganancias.
GTL no es el único que saca provecho de los reclusos. Explotar a los reclusos con fines lucrativos es algo que se ve cada vez con más frecuencia en el ámbito de la justicia penal.
JPay, propiedad de Securus Technologies, cobra a los presos por hacer llamadas, enviar correos electrónicos y escuchar música o audio libros. En algunos estados, Edovo (Education Over Obstacles) les cobra por el alquiler de las tabletas.
En la actualidad, muchas cárceles prohíben las visitas personales y luego, permiten a las empresas cobrar 12,99 dólares o más por las video llamadas. Las llamadas telefónicas desde prisión pueden costar hasta 3,99 dólares el minuto. El calzado del penal se rompe en pocas semanas y solo se puede reemplazar por los productos de un catálogo especial. En invierno, solo se les entregan sudaderas. Las comidas no tienen suficiente valor nutritivo y, con el tiempo, deben ser complementadas para mantener una buena salud.
Todas estas necesidades (zapatos, chaquetas, llamadas, atún enlatado del economato) acumulan tarifas muy por encima de los precios de mercado que se pagan en el exterior. Pero, por lo general, no los pagan los reclusos, quienes cuentan con pocas formas o ninguna de ganar dinero. Quienes los pagan principalmente son los familiares que a menudo se encuentran entre los más pobres. Este impuesto oculto conduce a las comunidades que ya son vulnerables a más pobreza y desesperanza.
Pero cobrar por leer es inaudito. El mayor recurso en la cárcel es el tiempo —tiempo para pensar y mejorar. La mejor forma en que los reclusos pueden ocupar su tiempo es leyendo. La lectura crea el acceso al aprendizaje de cualquier materia y capacita en el ámbito laboral. Les recuerda a aquellos dejados de lado que hay un mundo más allá de la jaula.
Yo lo sé; así ocurrió en mi caso. A los 18 años me sentenciaron a cadena perpetua con pocas probabilidades de libertad condicional. Durante dos años estuve deprimido y sin esperanza, sin propósitos ni metas. Luego, un compañero con la misma condena me presentó a los libros. Comencé a leer todos los días: historia, autoayuda, periódicos, libros de texto, biografías.
La lectura me enseñó que no solo podía hacer del mundo un lugar mejor, sino cómo hacerlo: haciendo que otros también leyesen.
Juntos fundamos un club de lectura semanal. Ambos obtuvimos el GED (diploma de estudios secundarios, por sus siglas en inglés). Nuestra cárcel de Maryland no ofrecía un programa de estudios universitarios, así que investigamos y escribimos una propuesta que ayudó a persuadirlos para que comenzaran uno.
Enseñamos clases sobre cómo escribir un currículum y de orientación vocacional; ayudamos a más de cien internos a prepararse para el éxito en el mundo después de la cárcel. Creamos decenas de lectores para toda la vida. Nos dimos esperanza a nosotros mismos, un propósito y las herramientas para el éxito.
Esto nunca hubiera sido posible sin los libros gratuitos. En un determinado momento, mi familia gastó cientos de dólares en unos pocos meses por atender mis llamadas a cobro revertido, pero no tenían tanto dinero para continuar haciéndolo indefinidamente y yo, por supuesto, no tenía nada. La idea de gastar 3 centavos el minuto en un libro era imposible; yo no tenía 3 centavos.