CR. Podríamos decir cínicamente que las condenas demuestran que, hoy en día, el derecho puede vencer el mundo carcelario, lo cual no ocurría antes de 1990. El derecho se ha hecho lugar poco a poco, y ha avanzado, aunque quede mucho por hacer en materia de derecho del trabajo o de la intimidad, por ejemplo. Con Claire de Galembert coordinamos un número de la revista Derecho y sociedad que planteaba el interrogante: ¿Puede el derecho cambiar la prisión? Ya que lo pregunta, soy optimista, sino no habría escrito este ensayo que propone abrir un nuevo razonamiento, aquel de la sociología moral de la prisión. Se trata, por ejemplo, de analizar los objetivos de la prisión, no solo los oficiales, sino la manera en que estos se encarnan en las prácticas.
Estos objetivos son tan contradictorios, que la prisión no los puede cumplir, sobre todo, con medios tan escasos. De este modo, el mentado objetivo de la reinserción, que legitima la pena de prisión, constituye una de las “ficciones necesarias” a las que el personal penitenciario no puede renunciar sin que su trabajo pierda todo sentido.
El personal no es ingenuo, pero se ha desgastado. Está claro que la misión de reinserción es objetivamente residual cuando hay seis veces más guardias que trabajadores sociales, quienes, además son los que se ocupan del medio abierto. Del mismo modo, ¿cómo imaginar que, desde el interior de la prisión, sea posible preparar a los reclusos para su reinserción si solo se les ofrecen actividades que constituyen más bien pasatiempos, y que rara vez se ajustan a su historia personal?
La organización carcelaria es totalmente defensiva: su misión principal es la seguridad y solo consiste en evitar las fugas. La prisión se concentra en el encierro, por lo que la salida es verdaderamente inconcebible. Se olvida que 200 personas salen cada día de prisión. Otros países eligieron pensar de otro modo la relación entre la prisión y la sociedad, y concibieron de una manera diferente la privación de la libertad para, ante todo, ayudar a las personas reclusas a reconstruirse. Cabe mencionar el caso de otras instituciones degradantes que lograron cambiar, incluso hasta su denominación: el manicomio, por ejemplo, se convirtió en hospital psiquiátrico, más cercano al hospital general y más abierto a la ciudad. Se puede cambiar la prisión, a condición de transformar el espíritu de la institución y metamorfosear profundamente su organización, pero eso solo será posible si decidimos hacerlo.